Andrés Di Ció/Alberto Espezel

El rito nos habla del hombre, de su existencia corpóreo-espiritual que sabe, quiere y necesita expresarse simbólicamente. De allí, partiendo del acontecimiento, llegamos a la ritualidad como distintivo humano que nos permite ver al hombre como un ser ritual. Ambos aspectos se iluminan recíprocamente: mientras que el rito concreta y despliega la identidad del hombre, la ritualidad ofrece el marco interpretativo.

Rito y ritualidad están vinculados de manera especial al misterio del tiempo como fenómeno propiamente humano. La ritualidad resalta el tiempo en su dimensión existencial. No se queda en el mero transcurso físico, sino que le interesa el tiempo como hábitat o espacio vital. De hecho, toda la gracia del rito consiste en elevar el krónos a la estatura del kairós. El rito cualifica el tiempo, celebra el sentido y el ritmo de la existencia. “Todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el cielo: su tiempo el nacer y su tiempo el morir, su tiempo el plantar y su tiempo el arrancar lo plantado… su tiempo el abrazarse, su tiempo el separarse…” (Eclesiastés 3,1-8). El día, el mes, el año, los aniversarios, los recuerdos comunes, nacimientos, casamientos y muertes, las fechas patrias: guerra, independencia y paz… la vida del hombre está jalonada por los ritos.

Por más diversos que sean los acontecimientos, el rito se hace presente como una forma de apropiarnos la historia. Pues el rito es un hecho integrador, propiamente recapitulador: asume, concentra, potencia y proyecta. Además, el rito implica reiteración. Su ritmo celebrativo, que supone una cierta constancia, ayuda a hilvanar la historia como unidad de sentido. Quizás por eso, aún en la cultura del instante y la fragmentación, el rito persiste. Porque como dice Bruguès, el rito tiene que ver con “el arte de durar”.

El rito también tiene que ver con el cuerpo y el espacio, con el universo de lo sensible, donde el sentido espiritual se hace tangible. Allí cada detalle cuenta: la palabra con su voz y sus inflexiones, el gesto en sus diversas modalidades, la música y el canto, el silencio, la vestimenta, la luz y el color, el arte, el marco espacial o arquitectónico con sus formas y sus materiales (piedra, madera, vidrio, hormigón), sus texturas y su propio peso. Qué importante es aprender a descifrar este lenguaje tan certero y eficaz.

¿Existe una tergiversación del rito? Ciertamente. Jesús advirtió repetidamente sobre el ritualismo de algunos fariseos que vaciaban sus gestos de sentido. Hay que decirlo: en todos nosotros late un fariseo dispuesto a recostarse únicamente en las formas con tal de no comprometer el corazón. La sola exterioridad no basta. Sin embargo, también existe el riesgo contrario. Pues en nombre de una primacía de la experiencia interior se ha dado, en diferentes épocas, también en el cristianismo, una crisis de la ritualidad exterior con sus consecuencias. Esta suerte de angelismo olvida la más evidente antropología y aquello de Pascal: “Quien quiera hacer el ángel, hace la bestia”. Por otra parte, desde el punto de vista cristiano, olvida que la carne es don de Dios, templo del Espíritu.

Al rito se accede desde el corazón en sentido bíblico y pascaliano; es decir, como centro intelectual y afectivo de la persona. El rito llama al corazón y lo toca despertando el mundo relacional del hombre. De ahí que sea en sí mismo transformador. Porque el rito no es mero espectáculo sino invitación que involucra apelando a lo profundo. Propiamente, del rito se participa entregándose uno mismo. Quien decide entrar se ve llevado por el don de la lógica ritual, que es lógica simbólica e integradora.

En el ámbito religioso, en la formación religiosa, la centralidad antropológica del corazón constituye, como sabemos, un tema capital. Y dentro de la pedagogía religiosa, la formación litúrgica se propone despertar el corazón creyente a la dinámica propia del culto, que es don y acción, con una dimensión simultáneamente pasivo-receptiva y activa, configuradora. El rito sagrado condensa y despliega, concentra y expande. Abrir al hombre al potencial del misterio litúrgico y no darlo por descontado es una tarea urgente y esencial. Se trata, en síntesis, de volver a transitar la vía mistagógica.

La acción litúrgica ritual, centro de la vida de fe de la Iglesia, continúa y actualiza la historia salvífica cuyo centro, a su vez, es Cristo. En la celebración ritual de los misterios se da la presencia y el encuentro con Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. Aquí el lenguaje simbólico es sinónimo de un intenso realismo; no ilusión sino alusión al sentido profundo de la vida. El rito cristiano realiza eficazmente la verdad salvífica, actualiza la redención de Cristo. Se trata de entregarse a la dinámica objetiva del rito, que nos lleva consigo.

El movimiento litúrgico nos ha enseñado a redescubrir el nexo entre rito y fe, junto al valor objetivo del rito, que dona e inserta al creyente en su propio movimiento ritual. No todo, ni principalmente, es obra del hombre, movimiento ascendente; sino más bien, como dice san Benito, opus Dei. Conjugar bien ambos movimientos, ascendente y descendente, será siempre un desafío. Hoy el mundo mediático replantea el tema del rito y la importancia de su adaptación y sus límites. El espectáculo, el show, el teatro, el deporte tienen analogías y diferencias con respecto al mundo del rito religioso; y advertirlas es capital a la hora de evaluar las adaptaciones del rito religioso y su eficacia. Así, por ejemplo, no es lo mismo la celebración de un rito solemne en un templo que en un estadio deportivo usado también a veces para shows musicales de diverso tipo.

Se trata de descubrir la verdad antropológica central del rito, y su valor de objetividad  en la vida de fe. Guardini recordaba el valor objetivo y central de la liturgia de los benedictinos de Beuron en su camino personal de conversión, en el que, como sabemos, el peso de la revelación objetiva tuviera un papel de primerísima importancia. Aquella intimidad del misterio ligada a la grandeza de las formas objetivas expresadas y actualizadas en la acción litúrgica, que era acción orante con su participación contemplativa. Juntamente a su colaboración con el arquitecto en la construcción de la capilla del Burg Rothenfels, donde tenía sus encuentros de espiritualidad con jóvenes, que mostraba su interés en la configuración del espacio litúrgico.

La Eucaristía es fuente y culminación de la vida de la Iglesia. Toda la ritualidad cristiana brota de la Eucaristía y tiende a ella. Allí el cristiano ejercita su sacerdocio bautismal, participando y ofreciéndose como sacrificio espiritual con toda su vida. La acción litúrgica solemne y puntual asume la entrega escondida y cotidiana; el culto exterior expresa el sacrificio interior. Como recordaba Agustín, el sacrificio consiste en toda obra que me une a Dios.

Jesús se ofreció en sacrificio espiritual para hacernos su cuerpo eclesial. Los cristianos ofrecen el sacrificio espiritual en Cristo viviendo consecuentemente el amor mutuo. “Os exhorto, por la misericordia de Dios, a que ofrezcan vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual” (Rom 12,1). “Acercándoos a El, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también ustedes, cual piedras vivas, entren en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo” (1 Pe 2, 4 ss).

El rito de la Eucaristía nos adentra en la oblación de Cristo (Benito XVI), desde nuestro carácter de miembros de su Cuerpo. Nos hace entrar en el doble movimiento de Cristo hacia su Padre y de Cristo hacia nosotros, sus hermanos. En este intercambio, en esta doble pro-existencia, quien preside la asamblea tiene una gran responsabilidad. Su ars celebrandi puede ciertamente hace más provechosa la participación de los fieles; y aquí hay mucho por mejorar. Sin embargo, su importancia no debe sobrevalorarse como si todo dependiera de su carisma.

El sacerdote ha de ser transparente, presencia sobria y eficaz que orienta más allá de sí, hacia el Dios que nos convoca. Un excesivo protagonismo estropea su servicio. Hay que evitar las estridencias personalistas así como cualquier dejo de seducción. Al contrario, hará mayor bien y atraerá en sentido joánico (Jn 12,32), cuanto menos pretenda figurar. No se trata de anular la singularidad del ministro sino de recordar en qué consiste su oficio. Lo que la comunidad necesita es que el sacerdote sea discreto, que facilite el encuentro, que introduzca con sus modos, palabras y gestos en las profundidades del misterio celebrado. Nuestras asambleas están llamadas a vibrar con la unción del Espíritu, que viene en nuestro auxilio ayudándonos a orar como conviene (Rm 8,26). Creer lo que celebramos, creer que estamos en presencia del Dios tres veces Santo, y tomar en serio lo que decimos y hacemos. Primeramente, el mismo sacerdote, en quien se fijan los ojos mientras hace las veces de Cristo, iniciador y consumador de la fe (Hb 12,2).

 

 

El cuaderno comienza con un artículo de Ante Crncévic, de la edición croata de Communio, sobre La forma ritual de la fe. Luego Luisa Zorraquín escribe  Hacia una catequesis mistagógica. Posteriormente, el equipo joven del consejo de redacción (Barboza, Bastitta, Di Ció, Hoevel, Mazzinghi)  reflexiona sobre Los jóvenes y la ritualidad. A su vez Wolfgang Reuter, psicoanalista, docente de teología pastoral y pastoral psicológica de la Hochshule de Vallendar, escribe sobre La competencia ritual entre el deporte y la Iglesia. El P.Alberto Espezel colabora con una recensión sobre un libro de Le Guay en torno a la cremación.

Fuera del tema del número, Mons.Víctor Fernández, rector de la Universidad Católica Argentina, concede una entrevista sobre “El estilo de Aparecida y el cardenal Bergoglio”, Cristina Corti Maderna hace una recensión sobre En el nombre de la madre, de Erri de Luca y Adolfo Mazzinghi, del consejo de la revista, escribe sobre Las catástrofes urbanas  a la luz de las inundaciones de La Plata del otoño pasado.

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