Aldino Cazzago*
“¡La Iglesia, ella es la aspiración profunda de toda nuestra vida, el suspiro incesante, mezcla de pasión y de oración, de estos años de pontificado, después que el Señor ha querido confiarnos su rebaño, corderos y ganado, en prueba de un amor misterioso del que no descubriremos el hilo secreto sino en el cielo, y que nos obliga por nuestro lado, día tras día, a una respuesta de amor: Tu scis quod amo te (Jn 21, 15-17). Este amor por Cristo y por la Iglesia, nos ha invitado a conservarlo y garantizarlo durante todos estos años de unidad, la plena concordia”[1].
Raramente Pablo VI ha sintetizado así en tan pocas palabras y con tal eficacia todo su pontificado. Palabras elegidas con un cuidado muy particular, porque debía pronunciarlas el 22 de junio del 73 delante del colegio de cardenales, en ocasión del décimo aniversario de su elección. Un pontificado difícil que debía prolongarse durante cinco años más.
Durante los 15 años de su pontificado, Pablo VI no se limitó a conservar y a garantizar la unidad interna de la Iglesia católica: obró sin discontinuidad para reconstituir la unidad entre las iglesias, en un tiempo de grandes transformaciones sociales que repercutían sin cesar sobre la manera de pensar la fe cristiana misma[2].
Es este segundo aspecto de la unidad que queremos tratar aquí: ante todo, las reflexiones de Pablo VI sobre el primado del obispo de Roma, luego el análisis de dos acontecimientos, dos gestos profundamente ecuménicos de su pontificado para mostrar cómo esta reflexión y estos gestos contribuyeron a dar forma a su ministerio apostólico[3]. La elección de uno de estos gestos se justifica por su fecha: en este año del 2014 se conmemora el 50° aniversario de su visita a los lugares santos, en enero de 1964. Habría en realidad muchos hechos y textos que evocar: los que hemos elegido no son más que una primera pista para designar el rostro espiritual y la pasión por la unidad de este auténtico “siervo de Dios”.
Primacía y caridad.
Esbozar, aunque a grandes rasgos, la acción de Pablo VI por la unidad de las iglesias nos reenvía inmediatamente a un segundo tema, su concepción del primado del obispo de Roma y el ejercicio que de él realizó.
Una tradición histórica secular lo atestigua, confirmado por los concilios: el primado de la iglesia de Roma implica un poder canónico sin el cual perdería su capacidad de ejercicio. Incluso cuando todavía no lo ejercía, cuando era arzobispo de Milán, Juan Bautista Montini conoce esta verdad dogmática. Cuando deviene Pablo VI, es llamado no sólo a dar personalmente forma a esta verdad, que encarna por el hecho de su ministerio apostólico, sino que antes, lo profundiza y devela su profundidad teológica. Se trata de una exigencia absolutamente personal, íntima, pero que se mostrará profunda para su pontificado y para la historia subsiguiente de la Iglesia[4].
En agosto de 1963, dos meses después de su elección el 21 de junio, el papa escribe en sus notas personales en un retiro en Castelgandolfo:
“Deberes y necesidades propias a la condición extraordinaria en la cual, ciertamente por una disposición divina, me encuentro en el presente. No podría comprometerme más en corresponder a la voluntad divina… Perfección buscada y vivida en el más alto grado. ´Diligis me plus his´[5]. Tensión fuerte y suave. Primado no sólo en el poder sino también en la caridad. ¿Cómo se hace, llegando a la vísperas de la existencia terrestre, para alcanzar esta plenitud?”[6].
El lazo entre papado y caridad, vuelve el 27 de octubre de 1969, al término del sínodo extraordinario consagrado a la colegialidad episcopal:
“El papa debe ser un corazón, como un Carrefour de la caridad, que recibe a todos, que ama a todos, porque Cristo ‘nos dejó a Pedro como vicario de su amor (S.Ambrosio, Exp.en Luc I, X, 175; PL 15, 1942).
Sabe que la condición extraordinaria en la que se encuentra exige actitudes que parecen excluirse recíprocamente: soledad y comunión. Y en las notas citadas anteriormente, subraya el primer paso a realizar:
“Es necesario que tome conciencia de la posición y la función que me son propias ya, me caracterizan y me hacen responsable inexorablemente delante de Dios, de la Iglesia, y de la humanidad. Es una posición única. Es decir, que me coloca en una extrema soledad. Ya era grande antes, ahora es total y terrible. Da vértigo. Es como una estatua o la punta de una flecha; o más bien una persona viviente, como yo… Jesús también estuvo solo en la Cruz…Yo y Dios. El diálogo con Dios deviene total e incomunicable”.
El segundo paso, el de la comunión, no tiene menos importancia y urgencia:
“La lámpara sobre el candelabro quema y se consume sola. Pero tiene una función, la de iluminar a los otros: todos, si puede. Posición única y solitaria; función pública y comunitaria. No hay ninguna tarea comparable a la mía, comprometida en la comunión con los otros. Los otros, ese misterio hacia el que debo tender continuamente, superando el de mi individualidad, de mi aparente incomunicabilidad. Los otros que son míos: oves meas, (Jn 21,17); y de Cristo. Los otros, que son Cristo: mihi fecistis (Mt.25,40). Los otros que son el mundo: sollicitudo omnium ecclesiarum (2 Co 11,28). Los otros, al servicio del cual soy: et vos debetis alter alterius lavare pedes; confirma fratres tuos (Lc.22,32). He aquí que cada uno es mi prójimo… Oración y amor universales. Iniciativa que vela siempre por el bien del otro: política pontifical”[7].
Estas reflexiones personales de agosto de 1963 son retomadas un año más tarde en la encíclica más solemne Ecclesiam Suam:
“Hay que considerar también que este pivote central de la santa Iglesia no pretende constituir una supremacía de orgullo espiritual y de dominación humana, sino una superioridad de servicio, de ministerio y de amor. No es una vana retórica atribuir al Vicario de Cristo el título de Siervo de los siervos de Dios “(n.114).
Un obstáculo en el camino de la unidad: el primado.
Pablo VI es bien consciente: el contexto en el que debe ejercer esta “política pontifical” sui generis que es el primado “en la caridad”, es el de la división plurisecular entre las iglesias.
Cuando abre la segunda sesión de los trabajos del Concilio, el 29 de septiembre de 1963, recuerda a los 2.500 padres que lo escuchan que “el tercer objetivo que interesa al Concilio y constituye, de algún modo, su drama espiritual es ‘el que se refiere a los otros cristianos’, es decir a aquellos que creen en Cristo, pero que no tenemos desgraciadamente la fortuna de contar entre nuestros compañeros en la unidad perfecta de Cristo, que sólo la Iglesia católica puede ofrecerle”[8].
Si verdaderamente el “drama espiritual” de la división de las iglesias toca y hiere a todos los cristianos, es aún más verdadero que nadie es tan tocado y herido que el papa, por el hecho mismo del primado que está llamado a ejercer como sucesor de Pedro. Advierte claramente que él constituye un elemento fundamental del problema de la división de las iglesias, y para algunos, de su falta de solución. Las palabras de Ecclesiam suam no podrían ser más claras:
“¿No dicen algunos que si se apartara el primado, la unión de las iglesias separadas con la iglesia católica sería más fácil? Queremos pedir a los hermanos separados considerar la inconsistencia de tal hipótesis” (n.62).
En la audiencia general del 1 de enero de 1967 vuelve sobre la cuestión:
“Sabemos que nuestro ministerio apostólico, colocado en el centro de la Iglesia, es, para casi todos estos hermanos de las iglesias y las comunidades no católicas, uno de los obstáculos principales para su recomposición en la unidad de la Iglesia, que Cristo quiso tanto; sabemos que somos, fuera del mundo católico, objeto a menudo de numerosas acusaciones. No pretendemos justificarnos, como podríamos hacerlo, siempre en el nombre del Cristo Señor; pero osamos enviar a todos los hermanos separados, de buena voluntad, un pensamiento lleno de deseos, con una palabra simple, humilde y sincera: nolite timere[9]!”.
Tres meses más tarde, el 28 de abril, vuelve a lanzar el tema con ocasión de una audiencia a los miembros del Secretariado para la unidad de los cristianos:
“Y ¿qué diríamos nosotros de la dificultad a la que siempre son sensibles nuestros hermanos separados: la que proviene de la función que Cristo nos ha asignado en la Iglesia de Dios y que nuestra tradición ha sancionado con tanta autoridad? El papa, lo sabemos, es el obstáculo más grave en la ruta del ecumenismo”.
En la audiencia general del 1° de enero de 1970, durante la semana de oración por la unidad de los cristianos, vuelve de nuevo sobre la misma dificultad que, según las otras iglesias, dificulta la marcha hacia la unidad:
“¿Dónde, dónde se encuentra la unidad de la fe, de la caridad, de la comunión eclesial? ¡Las dificultades parecen insuperables! ¡El ecumenismo parece consumirse en un esfuerzo ilusorio!…Pero Pedro, dicen algunos ¿no podría renunciar a tantas de sus exigencias, católicos y disidentes no podrían celebrar conjuntamente el acto más elevado y definitivo de la religión cristiana, la Eucaristía, y proclamar finalmente la unidad tan deseada? Desgraciadamente no es así”.
Los mismos términos, aunque idénticos en su sentido literal, pueden tomar una resonancia muy distinta según el lugar donde se lo pronuncia. Hablar de la verdad del primado a una audiencia general puede ser fácil, visto el tipo de auditorio; proclamar la misma verdad, hacer de su propia persona el lugar físico y espiritual de su expresión, y esto delante de un auditorio que reclama, bajo modos diferentes, su cambio sustancial o su supresión, requiere un coraje que debe presentar el rostro de la caridad y no el de la supremacía y la autosuficiencia. Las palabras que Pablo VI pronuncia el 10 de junio de 1969 durante su visita histórica al Consejo ecuménico de las iglesias en Ginebra van en esta dirección:
“Nos encontramos en medio de vosotros. Nuestro nombre es Pedro. Y la Escritura nos dice qué sentido Cristo quiso atribuir a este nombre, qué deberes nos impone: las responsabilidades del apóstol y de sus sucesores”.
Después de haber recordado que el Señor dio igualmente a Pedro los nombres de “pescador” y de “pastor” continúa:
“En lo que a nosotros concierne estamos convencidos que el Señor nos ha dado, sin ningún mérito de nuestra parte, un ministerio de comunión. Y ciertamente no es para aislarnos de vosotros que nos ha dado este carisma, ni para excluir entre nosotros la comprensión, la colaboración, la fraternidad y finalmente la recomposición de la unidad, sino para dejarnos el precepto y el don del amor, en la verdad y la humildad (Ef.4,15; Jn 13,14). Y el nombre que hemos tomado, de Pablo, indica suficientemente la orientación que hemos querido darle a nuestro ministerio apostólico”.
Este primado que encuentra su fuente más auténtica en la caridad y la comunión, Pablo VI lo ha ilustrado, de modo concreto en los signos que Oscar Cullmann calificó de “proféticos”[10]. Querríamos aquí reflexionar sobre dos de entre ellos que, nos parece, concentran en ellos el pontificado entero: el viaje a Tierra Santa del 4 al 6 de enero de 1964[11], y en particular los encuentros con el patriarca Atenágoras; y el célebre beso de los pies del metropolita Melitón el 14 de diciembre de 1975[12] en ocasión del décimo aniversario de la derogación de las excomuniones ocurrida el 7.12.1965, al término del Concilio ecuménico Vaticano II.
Icono del pontificado; el viaje a Tierra santa.
El miércoles 4 de diciembre (1962), día de la clausura de la segunda sesión de los trabajos conciliares, en San Pedro se expande el rumor de que el Papa anunciaría su viaje a Tierra Santa. El 9 de diciembre escribe Henri de Lubac: “El rumor se transmitía a través de las gradas del aula conciliar (en San Pedro), subía hasta las tribunas, pero la cosa parecía irreal y nadie osaba creer”. Una vez terminado el discurso –que cada uno podía seguir gracias a la copia que tenía- “Pablo VI, con una fuerte voz donde la emoción se mezclaba con la firmeza”, da la noticia: “Hemos decidido, después de una madura reflexión y numerosas oraciones, de ir nosotros mismos, como peregrino, al país que fue de Jesucristo nuestro Señor”[13]. Por la primera vez un papa volvería a la tierra donde había partido el apóstol Pedro, 1900 años antes[14]. En 1969, el patriarca de Constantinopla Atenágoras comenta a Olivier Clément que fue “sacudido por la noticia”[15].
Este viaje para Pablo VI debía ser una ocasión para “honrar personalmente, en los lugares santos donde Cristo nació, vivió, murió, y, resucitado, subió a los cielos, los misterios primeros de nuestra salvación: la Encarnación y la Redención”. El espíritu y la disposición interior serían lo de la oración, la penitencia, la renovación a fin de “ofrecer la Iglesia a Cristo”, y empujado, en una perspectiva ecuménica ya presente en el Concilio, por el deseo de “llamarla a ella (la Iglesia), única y santa, a los hermanos separados, para implorar la misericordia divina”. Había asimismo una última intención: “implorar la misericordia divina para la paz entre los hombres, la paz que se ve en estos días cuán frágil y precaria, y suplicar a Cristo Señor por la salvación de toda la humanidad”[16].
El sábado 4 de enero de tarde, Pablo VI, lleno de emoción celebra la Misa en el Santo Sepulcro[17]. El domingo 5, a las 21,30 hs, al término de una intensa jornada de visitas a numerosos lugares del evangelio. Nazaret, iglesia del Primado en Tabgha, Cafarnaum, el Monte Tabor, el Cenáculo y la iglesia de la Dormición de la Virgen, tuvo lugar el encuentro tan esperado con el patriarca Atenágoras. Los testigos oculares de este acontecimiento inolvidable dieron descripciones detalladas de lo que ocurrió esa noche en la residencia del Delegado Apostólico en Jerusalén[18]. Del lado ortodoxo, uno de ellos, el profesor A.Panotis escribió:
“El patriarca, revestido de su “velo” y de sus engolpia, sin báculo pastoral, recorre el pasillo, imponente. En el mismo momento baja el papa Pablo por la escalera interna de los departamentos de la delegación. El encuentro tiene lugar justo al pie de la escalera. Sin ninguna dificultad, ni de un lado ni del otro. Con lágrimas en los ojos, abren espontáneamente los brazos, se abrazan en Cristo, con fuerza. Pasan unos instantes, densos de profunda emoción. Quienes asisten a la escena lloran de alegría en ese momento histórico que habían esperado tantas generaciones de cristianos”[19].
Algunos años más tarde, Atenágoras evocará estos instantes inolvidables: “Nos abrazamos una vez, dos veces, y más, y más. Como dos hermanos que se encuentran después de una separación muy larga”[20].
Después del encuentro privado entre el papa y el patriarca, se encontraron las delegaciones. El patriarca, que habla en griego, formula el deseo que este encuentro “sea el amanecer de un día luminoso y bendito”, cuando finalmente las dos iglesias podrán comulgar el mismo cáliz. Ahora, dice, el papa y él son como los dos discípulos de Emaús: Cristo caminará a su lado para indicar ‘la ruta a seguir’. El papa responde con una breve alocución improvisada, luego, como haciendo eco al deseo de una eucaristía común formulada por el patriarca, regala a su ilustre huésped un valioso cáliz. Luego recitan el Padrenuestro, en latín y griego. El papa y el patriarca se dirigen a la puerta “donde se abrazan nuevamente antes de separarse”[21].
Resulta imposible terminar la crónica de este primer encuentro sin transmitir por lo menos algunos pasajes del diálogo en francés entre Atenágoras y Pablo VI, en su encuentro a solas, diálogo que no fue publicado sino después de la muerte de Atenágoras en julio de 1972. Esta conversación no debió ser nunca publicada, pero a causa de una feliz distracción entró en la historia para siempre[22].
El Papa: Deseo expresarle toda mi alegría y mi emoción. Pienso verdaderamente que es un momento que vivimos en presencia de Dios.
El Patriarca: En presencia de Dios, lo repito, en presencia de Dios.
El Papa: No tengo otro pensamiento que el de hablar con Dios mientras hablo con Usted.
El Patriarca: Estoy profundamente emocionado, Santidad. Me vienen las lágrimas a los ojos.
El Papa: Y como es un momento verdaderamente de Dios, hay que vivirlo con toda intensidad, toda rectitud, todo deseo.
[…]
El Patriarca: Pienso que la Providencia lo ha elegido para abrir el camino de su…
El Papa: La Providencia nos ha elegido para escucharnos.
El Patriarca: Los siglos os esperaban. Los siglos para este día, este gran día…Qué alegría en este lugar, qué alegría en el Sepulcro, qué alegría en el Gólgota, qué alegría en el camino que siguió (usted) ayer…
El Papa: Estoy tan impresionado que habrá que dejar pasar mucho tiempo para calmarse e interpretar esta emoción que me embarga. Pero puedo aprovechar este momento para reconocerle la absoluta lealtad con la que os trataré siempre.
El Patriarca: Afirmo lo mismo…
[…]
El Patriarca: Dado que tenemos este momento tan grande, estaremos juntos. Marcharemos juntos. Que Dios… Vuestra Santidad, vuestra gran Santidad enviada por Dios. El Papa de gran corazón. ¿Sabéis como os llamo? O megalocardos, el Papa de gran corazón.
El Papa: somos pequeños instrumentos…
[…]
El Papa: Os diré lo que creo, que esto sea exacto, derivado del evangelio y de la voluntad de Dios y de la auténtica tradición. Esto lo pondría. Si hay puntos que no coinciden con vuestra idea de la constitución de la Iglesia…
El Patriarca: lo mismo de mi parte…
[…]
El Papa: hay dos o tres puntos de doctrina donde hemos evolucionado porque se ha avanzado en el estudio y se querría justificar ante vuestro parecer, la de vuestros teólogos, el porqué de esto. Y no se quiere poner nada de artificial ni de accidental en lo que creemos que es el pensamiento auténtico.
El Patriarca: En el amor de Jesucristo.
[…]
El Papa: Ninguna cuestión de prestigio ni de primado que no sea…fijada por Cristo. Pero nada de honores ni de privilegios. Veamos lo que nos pide Cristo y cada uno tome su posición, pero no con ideas humanas de prevalencia, de alabanzas, de ventajas. Sino servir.
El Patriarca: ¡Cómo os quiero desde el fondo del corazón…!
El Papa: …para servir[23].
¿Qué decir de este extraordinario testimonio? Con una libertad absoluta, sin textos preparados de antemano, y confiados en los aspectos relativos al diálogo, el Papa y el Patriarca intercambian entre ellos todo lo que está madurando desde hace mucho tiempo en su corazón. Se tiene la impresión de asistir a una confesión que se tiene el coraje de hacer solamente a quien se sabe que podrá comprenderla.
La conversación fluye, como un río, entre dos orillas: la del “deseo” (el término aparece en seis ocasiones a lo largo del intercambio), y el de la voluntad de ser y caminar “juntos” (término que retorna también seis veces). El mismo fuego anima a los dos hombres: “hacer avanzar los caminos de Dios”, “servir a la causa de Jesucristo”, todo “en el amor de Jesucristo”. Y después, se lo confiesan el uno al otro: es la “Providencia” quien los ha elegido para este encuentro.
A la mañana siguiente, fiesta de la Epifanía, un poco antes de las diez, el Papa visita a Atenágoras. El encuentro se realiza en la sede del Patriarcado ortodoxo de Jerusalén, con el espléndido marco del Monte de los Olivos. Después de una conversación reservada de diez minutos, el Papa y el Patriarca vuelven a la Sala de Honor. Ante las dos delegaciones, de acuerdo con el programa, el Papa, “íntimamente conmovido”[24], lee su discurso en latín. Tema esencial, el de la alegría por un encuentro que, ya deseado por el papa Juan XXIII, viene a quebrar “siglos de silencio y de espera”. El encuentro de los dos “piadosos peregrinos de Roma y Constantinopla” (estos son también términos de Pablo VI), se realiza en un lugar que, según una antigua tradición cristiana, es “el centro del mundo”, es decir el punto en que fue plantada “la cruz gloriosa de nuestro Salvador”, el lugar en que “levantado de la tierra, atrae todo a Él” (ver Jn 12, 32).
Pablo VI continúa:
“Ciertamente, tanto de un lado como del otro, los caminos que llevan a la unión pueden ser largos y sembrados de dificultades. Pero los dos caminos convergen uno hacia el otro y culminan en las fuentes del Evangelio: ¿no es de buen augurio que este encuentro de hoy se realiza en esta tierra en la que Cristo fundó su Iglesia y derramó su sangre por ella?”
Ciertamente, quedan las “divergencias” doctrinales, litúrgicas y doctrinales que deben ser afrontadas
“en un espíritu de fidelidad y de comprensión en la caridad. Lo que puede y debe progresar desde ahora es esta caridad fraterna […] preocupada ante todo por conformar al divino Maestro y dejarse atraer y transformar por Él”.
En fin, un último homenaje a su interlocutor reencontrado:
“No sabríamos cómo decir cuánto estamos conmovidos por su iniciativa, y no sólo nosotros: es la Iglesia romana y el concilio ecuménico entero quienes tomarán nota de este acontecimiento histórico con una profunda alegría.”
Después del discurso, el Patriarca ofrece al Papa un encolpion, la medalla que representa a Cristo enseñando, que los obispos bizantinos llevan al cuello y que Pablo VI se pone enseguida ayudado por el Patriarca mismo, y la cruz de oro del milenario Monte Athos. Por dos veces, de la delegación ortodoxa se eleva la exclamación litúrgica propia de la ordenación sacerdotal o de la consagración episcopal en Oriente: “¡Axios!”, “¡Axios!”, “¡Es digno!”, “¡Es digno!”.
En griego y en latín, alternativamente, Atenágoras y Pablo VI leen, sobre el mismo ejemplar del Evangelio, el capitulo XVII de San Juan, centrado sobre la petición que hace Cristo al Padre: “Que todos sean uno”. Enseguida, rezan el Padrenuestro, también en las dos lenguas. Después, Pablo VI, consciente del alcance teológico del gesto – que va mucho más allá de una simple cortesía – pregunta al Patriarca: “Su Santidad, ¿quiere que bendigamos juntos al pueblo?”. La respuesta de Atenágoras, escrita por Mons. Pierre Duprey, presente en el acontecimiento, es inmediata[25]. El encuentro finaliza con el intercambio del beso de la paz. Como dirá el Patriarca a Olivier Clément, en este encuentro, “todo era gesto, símbolo, celebración[26]”.
Para concluir esta sumaria reconstrucción del encuentro entre el Papa y el Patriarca, esta reflexión convergente del Padre Bevilacqua y de Olivier Clément: los dos estaban impactados por la luz que sus ojos irradiaban[27].
Capilla Sixtina, 14 de diciembre de 1975.
Leer el primado bajo el signo del servicio nos impone detenernos en lo que ocurrió el 14 de diciembre de 1975 en la Capilla Sixtina. Diez años antes, el 7 de diciembre de 1975, en la víspera de la clausura solemne del Concilio, por una decisión común, Pablo VI y Atenágoras, simultáneamente en Roma y Estambul, habían derogado las excomuniones[28] que, desde 1054, habían levantado un muro infranqueable entre la Iglesia Católica y las Iglesias Ortodoxas. Se trataba, escribía en 1976 Michel Van Parys de un “gesto de reconciliación entre la antigua y la nueva Roma” cuya envergadura “sobrepasaba a las dos Iglesias[29]”. Pierre Duprey, servidor infatigable del ecumenismo, evoca así este gesto histórico del 7 de diciembre: “Este acto liberador [la abolición de las excomuniones] tuvo su eficacia e inició un proceso de purificación que cambió la actitud de todos, de aquellos que tienen la carga de guiar a la Iglesia y de los que deben inspirarse en sus actos y hacerlos suyos. Hasta el punto de que el pontificado de Juan Pablo II ha estado constantemente ritmado, nutrido, enriquecido por ellos[30].”
Ese día, el 14 de diciembre de 1975, en la Capilla Sixtina, después de haber celebrado la Misa en presencia de la delegación del patriarca de Constantinopla Dimitrios y de algunos otros asistentes para recordar la abolición de los anatemas[31], Pablo VI hace un gesto absolutamente único en la historia del papado. Ya finalizada la celebración eucarística, el cortejo se prepara para abandonar la capilla mientras que el Papa permanece cerca del altar. Después de algunos instantes, se dirige hacia el metropolita Melitón de Calcedonia, a quien súbitamente el secretario del Papa le pidió que se detuviera. Pierre Duprey, testigo ocular, cuenta:
“Los que están en la primera fila no creen lo que ven; los otros, más lejos, piden explicaciones en voz baja, murmuran preguntas, se empujan, tratan de ver. Algunos se persignan, otros unen las manos en oración. Una frase susurrada en las primeras filas, se transmite, rebota más allá de la reja que divide la Sixtina hasta los fieles más alejados que no ven bien el altar: “el Papa se está arrodillando ante el enviado del Patriarca; el Papa besa los pies del Metropolita”. El fotógrafo del Vaticano, que dejó el altar con el cortejo, no podrá capturar el acontecimiento. No queda, para la posteridad, más que una secuencia envejecida, tres imágenes borrosas, extraídas de un reportaje televisivo, emblema pálido de lo que fue y que, por siempre, será[32].”
El Metropolita está estupefacto, desconcertado. Al principio, intenta retener a Pablo VI, pero después lo deja hacer. Quiere hacer otro tanto, el Papa mismo lo convence de no hacerlo, se limita a apretarle y besarle la mano. Antes de abandonar Roma, Melitón comenta de este modo el gesto de Pablo VI:
“Este gesto –lo repito- como lo dije inmediatamente después de la ceremonia, fue el gesto de un santo. ¡Sólo un santo tiene el valor de hacer lo que el Papa hizo ayer! Un gesto de santidad, de reconciliación y de mortificación.”
Algunos días más tarde, en Estambul, el patriarca Dimitrios vuelve sobre el gesto de Pablo VI:
“Por esta manifestación, el muy venerable y querido hermano el papa de Roma Pablo VI se sobrepasó a sí mismo y mostró a la Iglesia y al mundo lo que es y lo que puede ser el obispo cristiano y, sobre todo, el primer obispo de la cristiandad, es decir, una fuerza de reconciliación y de unificación de la Iglesia y del mundo[33].”
Conclusión
Cincuenta años después del histórico viaje a Tierra Santa, cerca de cuarenta años después de la escena del beso a los pies de Melitón, treinta y seis años después de la muerte de Pablo VI, tenemos una distancia suficiente para emitir un juicio de conjunto acerca de la manera en que el papa Montini ejerció su ministerio petrino al servicio de la unidad de la Iglesia. El P. Congar, que conocía a fondo el pontificado, escribía desde 1978:
“Es falso decir que era un angustiado. Era de la raza espiritual de Santa Catalina de Siena. O de la de los hombres ardientes de los que habla el profeta Daniel. La Iglesia y su unidad fueron la pasión de su vida. […] Objetivamente, en frio, el balance ecuménico del pontificado es impresionante. Dio cuerpo, vida, movimiento, eficacia al compromiso del Concilio con el ecumenismo[34].”
En 2011, el patriarca ecuménico Bartolomé I, después de haber visitado la casa natal de Pablo VI, en una carta, lo calificó de “papa de grandes visiones”, “que dio forma al futuro del diálogo ecuménico y teológico” entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa.
La presencia del patriarca Atenágoras pesó, igualmente, para estimular al pontificado montiniano hacia la búsqueda de la unidad; una presencia que se transformó posteriormente en una relación amistosa y fraterna. En la carta que acabamos de citar, el patriarca Bartolomé recuerda sus años de estudio, 1963-1966, en el Instituto Pontificio Oriental, durante las que tuvo ocasión de encontrar en audiencia al mismo Papa:
“Fue durante su pontificado cuando nuestras dos Iglesias experimentaron un acercamiento histórico y un “diálogo de la caridad” sin precedentes, con la imaginación extraordinaria y la iniciativa excepcional manifestada en particular por estos guías proféticos de las Iglesias, el patriarca ecuménico Atenágoras (1886-1972) y el papa Pablo VI (1897-1978)[35].”
Desde la perspectiva de Pablo VI, la primacía que el Señor le había confiado –como “prenda de un misterioso amor”, como había dicho a los cardenales el 22 de junio de 1973- fue ante todo una primacía vivida en este amor y esta caridad que se realiza bajo la forma de servicio y no de superioridad y de dominación. A quien le reprochaba haber humillado a la Iglesia besando los pies de Melitón, respondió que esto le parecía imposible porque se había limitado a “hacer lo que había hecho el Señor Jesús con sus discípulos, es decir ponerse de rodillas para lavarles los pies[36]”. Bien consciente de la pesada herencia que los pasados siglos le habían legado, Pablo VI pensó y vivió la primacía como “ministerio de comunión”. Para él, el fin último de este ministerio fue siempre el de favorecer la unidad entre las Iglesias y, entre ellas, evidentemente también y sobre todo la unidad con la Iglesia de Roma. Lo explicó así el 19 de enero de 1977:
“Agradecemos al Señor, que nos otorgó hacernos instrumento de este encuentro entre los cristianos de diferentes denominaciones y de ofrecer así nuestra contribución a esta obra misteriosa del Espíritu Santo, que da vitalidad a la Iglesia de nuestro tiempo. Además, no entendemos la Sede de Pedro sino como una forma particular de servicio por la unidad de la Iglesia.”
Si el papado está en los orígenes de un buen número de divisiones, es el mismo papado, en la persona de Pablo VI, quien inicia una obra de reconstitución de la unidad entre las Iglesias.
Algunos historiadores del pontificado de Pablo VI[37] afirman que, con el tiempo y gracias a la conjunción fecunda entre pensamiento y acción, Montini afinó una percepción ecuménica siempre más profunda de su ministerio al servicio de la unidad de la Iglesia. De una concepción todavía anclada en la idea de una “vuelta” de los otros fieles a la Iglesia católica[38], pasó a una concepción de unidad entre las Iglesias que, partiendo de una comunión ya en acto pero todavía no plena, tiende cada vez más hacia esa plenitud[39] que puede ser acogida únicamente como una respuesta de todos, es decir, una respuesta en comunión al don del amor de Dios. En Él, este deseo de plenitud fue al mismo tiempo fuente de sufrimiento y de esperanza: sufrimiento por las heridas que todos infligieron a la unidad y a la comunión, esperanza del cumplimiento que todavía esperamos. La homilía pronunciada el 25 de enero 1975, al término de la Semana por la unidad de los cristianos, lo muestra con una claridad evidente:
“Dimos en estos últimos tiempos pasos admirables hacia la reconciliación en diferentes direcciones; todos lo saben y lo ven; y, ciertamente, nos alegramos todos por esto. Pero, por ahora, ¡ningún paso ha alcanzado su meta! El corazón, que ama, está siempre urgido; si nuestra urgencia no da resultado, es el amor mismo el que nos hace sufrir. Comprendemos la insuficiencia de nuestros esfuerzos. Comprendemos las leyes de la historia que exigen tiempos más prolongados que nuestras existencias humanas; y la lentitud de las conclusiones, esto es comprensible, parece hacer vanos nuestros deseos, tentativas, esfuerzos, oraciones. Aceptemos esta economía de los designios de Dios y propongámonos la perseverancia con humildad […] Comprenden pues, hermanos, nuestra tristeza; esta es expresión de nuestro amor, de nuestro deseo, de nuestra caridad.”
Como lo dijimos, el viaje a Tierra Santa con el encuentro con Atenágoras y el beso a los pies del Metropolita Melitón fueron gestos fuertemente simbólicos, “iconos[40]”de todo un pontificado.
Todo ícono, lo sabemos, tiene un aspecto material, concreto y visible, como la forma y los colores, y un aspecto espiritual, por ejemplo la realidad del que es representado. En la lógica de la encarnación, todo ícono es una revelación de lo divino en un medio humano. No se trata solamente de contemplarlo, porque es también una enseñanza que hay que encarnar en la vida; es una inspiración que ayuda a pensar que otro mundo es posible. Revelación, enseñanza, inspiración son exactamente los términos que nos permiten releer los acontecimientos que hemos evocado y, en su perspectiva, al pontificado mismo. Gestos de una contingencia absoluta pero que revelan como posible esta unidad querida por Dios para su Iglesia y que, desgraciadamente, hoy, no se ha realizado todavía en la comunión con el único cáliz; estos gestos enseñan a los creyentes a convertirse en agentes de esta unidad y dan la fuerza para creer que el amor y la bondad de Dios, manifestados en la bendición impartida conjuntamente, son capaces de dar forma a un mundo renovado.
Pablo VI realizó gestos, no bajo el impulso de un sentimiento, por más sincero que fuera, sino después de haber reflexionado largamente, y orado. Cuando se le preguntó si el beso a los pies del metropolita había sido un gesto improvisado, respondió: “este gesto no fue improvisado; fue largamente, fuertemente, meditado por el Papa. Fue realizado después de una meditación ante el Señor”. Este gesto, Pierre Duprey lo ha dicho, era el medio para “expresar lo que no se podía decir de otro modo[41]”.
La unidad: no un tema entre muchos otros, más bien “el” tema del pontificado de Pablo VI. No es nada de sorprendente, entonces, si el Decreto[42]firmado por el cardenal Angelo Amato el 20 de diciembre de 2012 reconociendo la heroicidad de las virtudes de Pablo VI, se abre justamente sobre las palabras que hemos citado al inicio de nuestra reflexión, palabras pronunciadas el 22 de junio de 1973. Una conclusión se nos impone, entonces: la pasión por la unidad entre las Iglesias ha sido la ruta hacia esta santidad que un día, lo esperamos, la Iglesia le reconocerá.
[1]*Carmelita descalzo.Prof.de teología ortodoxa y Hagiografía en el Inst.Ciencias Relig.de la Univ.Cat.Brescia.
Subrayado del autor.
[2] No trataremos aquí los cuestionamientos provenientes del interior de la Iglesia.
[3] En su Journal du Concile, el 14.9.1965, Yves Congar lamentaba que Pablo VI no tuviera “la Teología de sus gestos y de sus mensajes”. Pierre Duprey le respondía que ello vendría con el tiempo.
[4] Vale la pena recordar aquí la invitación al “diálogo fraterno” sobre el tema del primado que Juan Pablo II dirigió en 1995 a los responsables de las otras iglesias (Ut unum sint, 95).
[5] Subrayado en el original.
[6] Pablo VI, Ritiro 5-13.8 1963”, en Meditazioni inedite,Inst.Paolo VI, Ed.Studium, Brescia-Roma 1993; pp.21-30, aquí p.21.
[7] Ibid. P.28-29.
[8] En “Enchiridium Vaticanum” EDB, Bologna, 1981, vol.1 n.168.
[9] Subrayado en el original.
[10] O.CULLMANN, “Paul VI et l’oecuménisme”, ene Ist.Paolo VI, Notiziario, n.4, 1982, p.59.
[11] M.MACCARONE, Il pellerinaggio di Paolo VI in Terra Santa, 4-6 enero de 1964, Lib.Ed.Vat. 1964,pp.237; para la cronología, así como Tomos Agapis-Phanar (1958-1970); Tip.Poliglota Vaticana, Roma-Estambul 1974 para los discursos originales.
[12] Cf.D,SALACHAS, Il dialogo teologico ufficiale tra la Chiesa cattolico romana e la Chiesa ortodossa. Iter e documentazione, “Quaderni di O.Odigos”, X,2 (1994); P.Mahieu, Paul VI et les ortodoxes, Cerf, Paris, 2012. Sobre el rol esencial del Card.Willebrands, ver K.SCHLEKENS, “Envisager la célebration entre catholiques et ortodoxes. J.Willebrands et Athenagoras de Constantinople”, en Istina, LVII, 2012, 125-157.
[13] H.de Lubac, “Paul VI pélerin de Jérusalem”, Paradoxe et mystere de l´Eglise, Cerf, 2010,p.168. En su Mon Journal du Concile, Congar menciona brevemente el anuncio de Pablo VI, Cerf, 2002, vol.Ipp.588-589.
[14] Una nota confidencial del mismo Pablo VI del 21.9. 1963, nos muestra que la idea de un viaje a Tierra Santa maduraba en él tres meses después de su elección, en Il pellerinaggio..op.cit. pp.9 y 10.
[15] Atenágoras y O.Clément, Dialogues avec le Patriarche Athenagoras (1969). La biografía más completa del patriarca es la de Valeria MARTANO, Athenagora, il patriarca (1886-1972) Un cristiano fra crisi de la coabitazione e utopía ecuménica, Il Mulino, Bologna, 1996.
[16] Discurso de la clausura de la 2 sesión, vol I, n.230-231.
[17] Ver A.Pizzuto (ed.), Paolo VI pellegrino di fede e di pace in Terra Santa, Cantagalli, Siena, 2013, p.43.
[18] Recordamos aquí los testimonios de mons.Macchi, secretario del papa, de Pierre Duprey, de la secretaría para la unidad de los cristianos y del P.G.Bevilacqua, profesor y consejero de Pablo VI. Ver P.Macchi, Il pellegrinaggio in Terra Santa,en I viaggi apostolici di Paolo VI, Ist.Paolo VI, Studium, Brescia-Roma, 2004, p.33-45; R.DUPREY, “ I gesti ecumenici di Paolo VI” en Paolo VI e l’ecumenismo, Ist.Paolo VI, Studium, Brescia-Roma, 2001, pp 198-214; G. BEVILACQUA, “Con Paolo VI in Palestina”, en Id., La parola di P.Giulio Bevilacqua, Morcelliana, Brescia, 1976, pp.177-195.
[19] En P.DUPREY, “I gesti ecumenici di Paolo VI”, op.cit,p.200. Ver Il viaggio di Paolo VI in Terra Santa, op.cit.p.87.
[20] ATHENAGORAS y O.CLEMENT, Umanesimo spirituale,op.cit. p.411.
[21] Il pellegrinaggio di Paolo VI in Terra Santa,op. Cit. p. 90.
[22] La conversación entre el Patriarca y el Papa fue registrada por los técnicos de la televisión italiana que sin quererlos dejaron conectados los medios de registro durante este encuentro confidencial.
[23] El texto de la conversación fue publicado en La Croix del 22 de julio de 1972, algunos días después de la muerte del patriarca Atenágoras el 7 de julio. Posteriormente, fue retomado por la Documentation Catholique en el dossier realizado en memoria del Patriarca. Ver Documentation Catholique, n. 1614, 6-20 de agosto de 1972, págs. 721-725.
[24] Il pellegrinaggio di Paolo VI in Terra Santa,op. cit. p. 107.
[25] Duprey, P. “I gesti ecumenici di Paolo VI”, op. cit., p. 203. Ver Il pellegrinaggio di Paolo VI in Terra Santa,op. cit. p. 109-110.
[26] Athenagoras y Olivier Clément, Umanesimo spirituale, op.cit. p. 415.
[27] Ver Bevilacqua, G., Con Paolo VI in Palestina, op. cit., p. 187; Athenagoras y Olivier Clément, Umanesimo spirituale, op.cit. p. 426.
[28] Las diferentes cartas que precedieron al acontecimiento, los textos de la Declaración común, el Breve Ambulante in dilectione de Pablo VI y el Tomos de Atenágoras se encuentran en Tomos Agapis, op.cit., nn. 121-129, págs. 254-294.
[29] Van Parys, M., El encuentro de un hermano, dimensión última del proyecto ecuménico, 1976, en Irenikon, (págs. 3-22). Comentario del encuentro entre Pablo VI y Melitón.
[30] Duprey, P., I gesti ecumenici di Paolo VI, op.cit., p. 208. Otros detalles de estos instantes inolvidables son relatados por Mons. Pasquale Macchi a Patrice Mahieu en septiembre de 2004. Ver Mahieu P., Pablo VI y los ortodoxos, op.cit. págs. 237-238.
[31] Pablo VI tomó conocimiento la víspera del mensaje conmovedor que le había dirigido el patriarca Dimitrios, por manos del metropolita Melitón, El Patriarca anunciaba allí especialmente la constitución de dos comisiones ortodoxas para iniciar el dialogo teológico con la Iglesia Católica. Pablo VI le respondería en la homilía que pronunciara en la Misa del día siguiente.
[32] Duprey, P., I gesti ecumenici di Paolo VI, op.cit., p. 211.
[33] Se puede leer esta declaración y la del metropolita en la crónica detallada del encuentro publicada en la revista La Civiltà Cattolica, 1976, I, 273-283. Otra crónica de este suceso se encuentra en Irenikon, XLIX (1976) 59-65.
[34] Congar Y.M., in “Nicolaus”, n. 6/1978, págs. 207-219.
[35] La visita transcurrió el 9 de septiembre de 2011. La carta, en su versión original inglesa y en la traducción italiana, fue publicada en el Istituto Paolo VI – Notiziario, n. 63 (2012) 29-31.
[36] Esta respuesta de Pablo VI fue reportada por Pierre Duprey en 1989 (ver P. Duprey, “Pablo VI y el decreto sobre el ecumenismo”, in Paolo VI e i problema ecclesiologici al concilio, Instituto Paolo VI –Studium, Brescia- Roma 1989, p. 233) y en 1998 con más detalles por Pedro Rodríguez (ver Discussiones, in Paolo VI e l’ecumenismo, op.cit., p. 272).
[37] Para una documentación abundante sobre este tema, ver: Paolo VI e l’ecumenismo, op.cit.; Congar, “L’oecuménisme de Paul VI”, in Paul VI et la modernité dans l’Église, École française de Rome, 1984, págs. 807-820; E. Lanne, “Hommage a Paul VI. En memorial d’action de grâce”, in Irenikon, LI (1978) 299-311.
[38] Ver Discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio, 29 de septiembre de 1963 y Homilía en Belén del 6 de enero de 1964.
[39] Ver el breve Anno ineunte del 25 de julio 1967; Declaración común del Papa y del Patriarca, 28 de octubre 1967; Audiencias Generales, 22 de enero 1969; 25 de enero 1975; 19 de enero 1977.
[40] El teólogo ortodoxo Leon Zander fue uno de los primeros en describir el abrazo entre Pablo VI y Atenágoras en Tierra Santa como un “icono del encuentro”, “La Rencontre” in Irenikon, XXXVII (1965) 75-80.
[41] Ver “Discussione” in Paolo VI e l’ecumenismo, op.cit., p. 327.
[42] Se puede leer el Decreto en Istituto Paolo VI – Notiziario, n° 65 (2013) 36-39.