por Jan Heiner Tück
“Donde debíamos estar, él entró, Hasta ese punto”
Charles Péguy[1]
La confesión de fe que proclama a Cristo muerto por nosotros y nuestros pecados es tan antigua como el cristianismo. Ya se la encuentra en la tradición pre-paulina y constituye, como lo ha mostrado Karl Lehmann, “el eje interno de todas las expresiones soteriológicas” del Nuevo Testamento[2]. Y Pablo evoca ya el mensaje del Crucificado como un escándalo para los judíos y una locura para los paganos, no sin agregar que para los elegidos es fuerza y sabiduría de Dios (cf.1,Co.23 ss.). El mensaje de la Cruz parece hoy chocante también para muchos cristianos. En lugar de sacar de ello fuerzas para vivir, sienten más bien este mensaje como un peso del que querrían liberarse. Y sin embargo, la fuerza salvadora y redentora de la muerte de Jesús es un motivo no sólo atestiguado en la Escritura a través de diferentes imágenes y modelos de representación, sino además retomado por la tradición teológica en sus diversas voces. Un hilo rojo se desarrolla desde los padres de la Iglesia hasta Karl Barth y Hans Urs von Balthasar, pasando por Anselmo de Canterbury, Tomás de Aquino y Martín Lutero. Además de la Escritura y la Tradición, la liturgia es una fuente importante de la teología. En el Credo de Nicea-Constantinopla figura el “crucifixus pro nobis”, y en la liturgia eucarística hablamos del Crucificado Resucitado: “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”(Cf. Jn.1,19). Finalmente, el mensaje de la Cruz es también importante en el diálogo ecuménico. Como supuesto de la teoría de la justificación de Lutero, hay una theologia crucis reforzada referida al motivo del intercambio admirable: Cristo, que no tiene pecado, toma el lugar de los pecadores impíos, para justificarlos (cf. 2 Co.5,21; Gal.3,13). Lutero mismo ha entrelazado poéticamente estos temas en el cántico: “Jesucristo, Hijo de Dios / se ha puesto en nuestro lugar” (WA 35, 443, 21 ss.). La confesión de que Cristo ha muerto por nosotros se encuentra en la Escritura y en la Tradición, se encuentra presente en la oración litúrgica de la Iglesia y forma un puente ecuménico con la tradición reformada, como lo ha mostrado justamente la “Declaración común sobre la doctrina de la justificación”.
Y sin embargo, la fe en la fuerza salvadora y redentora de la pasión del Salvador no se comprende por sí misma, es preciso que volvamos a hacerla nuestra, re-apropiarla. Desde el debate de la Ilustración, las categorías de “pecado”, “sacrificio”, “reparación” o “satisfacción” se han hecho problemáticas. Los conceptos pedagógicos de Jesús como maestro, enseñante o ejemplo moral fueron priorizados en el tiempo de la religión razonable y del perfeccionamiento ético de sí mismo. También hoy hay voces que consideran un progreso y un crecimiento en libertad y humanización la superación de conceptos como “expiación”, “sacrificio” y satisfacción”. Hay objeciones graves en este debate, de las cuales querría mencionar tres.
Las objeciones.
La primera es la sospecha de sadismo: Dios mismo habría exigido el sacrificio sangriento de su Hijo, para obtener la reconciliación con la humanidad pecadora. La crítica de la religión ha planteado esta objeción bajo variantes diferentes. Friedrich Nietzsche hablaba de Dios como “un oriental celoso de su honor”[3], y Ernst Bloch del “caníbal en el cielo”[4].
Se encuentra también la objeción de que el individuo no es moralmente sustituíble. La falta original, como Kant la explica, no es “una obligación transmisible, que como una deuda, pueda ser transmitida a otro, sino que es lo más personal…y puede ser llevada por el culpable, no por el inocente”[5]. El pensamiento moderno del sujeto subraya que, en las cuestiones de moral, no puede haber una representación inclusiva. Así queda en suspenso la pregunta de saber si el sujeto autónomo permanece sujeto a sus hipotecas morales, y si al final, cuando es excluida toda forma de redención por un tercero, debe ser considerado como prisionero de su propia culpa[6].
Y se da finalmente la objeción de la nueva teología política: la fijación de la teología clásica sobre el pecado habría disminuido la fe en la redención y habría percibido insuficientemente el sufrimiento del sacrificio. La mirada de Jesús se habría dirigido primeramente a los sufrientes, recién luego a los pecadores. Esta sensibilidad por las personas que sufren debería ser reconducida de manera nueva a una “mística de ojos abiertos”[7](J.B.Metz), para plantear una praxis solidaria que descubra y supere las estructuras de opresión.
Una apropiación hermenéutica de la fe cristiana en la redención no puede ignorar estas objeciones. Tampoco puede adoptarlas sin someterlas a examen. Me propongo someterlas a un examen crítico, antes de proponer una interpretación sobre el modo como puede ser hoy comprensible la fuerza salvadora y redentora de la cruz de Cristo.
Examen de las objeciones.
La primera objeción, según la cual Dios tendría necesidad del sacrificio de su Hijo, para aplacar su cólera contra el pecado, significa caricaturizar la fe cristiana en la redención. Podría encontrarse en la línea de las representaciones sacrificiales de la historia de las religiones, que parten del principio de que una divinidad encolerizada debería aplacarse por medio de ofrendas humanas. Pero este principio no se encuentra atestiguado en la Escritura, sino radicalmente transformado. No es el hombre quien lleva a Dios ofrendas y una víctima para reconciliarse con El; es Dios mismo quien concede el don de la reconciliación. Esto constituye la inversión del pensamiento sacrificial. La iniciativa teocéntrica de salvación está ya afirmada de manera constante en el Antiguo Testamento, como lo han mostrado los estudios de Bernd Janowski[8]; Dios no tiene necesidad de nada ni recibe nada, sino que El mismo ofrece una expiación a los hombres en razón de su pecado, y según un proceso ritual, donde la comprensión bíblica del pecado no sigue la lógica de equivalencia entre pecado y pena. El Nuevo Testamento toma una perspectiva teocéntrica, cuando subraya: “Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn.3,16); “mas la prueba que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros pecadores, murió por nosotros”(Rom 5,8 ss.). O “Ante esto ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no retuvo a su propio Hijo sino que o entregó por todos nosotros ¿cómo no nos dará con El graciosamente todas las cosas?” (Rom 8,13 ss.). En la entrega de sí mismo del Hijo se muestra el amor de Dios, que “por nosotros” fue hasta el fin.
Asimismo, frente a la sospecha de sadismo, hay que insistir en el hecho que Jesús de Nazaret ha aceptado libremente asumir sus sufrimientos sobre sí. No es un instrumento pasivo en las manos del Padre, puro órgano ejecutivo del plan salvífico del Padre. El hace lo que hace en libre correspondencia con la voluntad del Padre. Pero hay que reconocer en el Padre una cierta participación en el sufrimiento del Hijo, si se ha de evitar la representación de un Dios espectador y apático. Ipse Pater non est impassibilis (Orígenes). El Crucificado es víctima de la injusticia y de la violencia en el sentido de victima. Es brutalmente ejecutado y se encuentra del lado de las víctimas de la historia. Al mismo tiempo, da su vida y realiza así, conscientemente un sacrificio en el sentido de sacrificium. No evita o se sustrae a la cruz, según la afirmación del Corán que diverge aquí en este punto con los cuatro evangelios (cf. Sourate, 4, 157 ss.), sino que se sostiene en su misión en fidelidad hasta el fin. Justamente así deviene víctima de la violencia de los hombres que no soportan su mensaje y lo llevan por la fuerza a la cruz. La agresividad de los hombres alcanza al mensajero escatológico de Dios, cuya verdad no perciben y quieren suprimir del mundo. La comunidad de oración y de voluntad (con el Padre) que Jesús ha alcanzado con un tono dramático en el jardín de los Olivos, reduce al absurdo la representación de un Padre cruel y sacrificador y de un Hijo sacrificado involuntariamente[9].
La segunda objeción tiene más peso que la sospecha de sadismo: para el pensamiento moderno del sujeto, el discurso sobre la muerte expiatoria no sería más comprensible. Constatemos ante todo que el concepto de representación inclusiva (Stellvertretung) es utilizado de manera diferente. En el dominio social, una persona puede ser representada de manera diversa por otra. A través de esta representación, ella no es justamente reemplazada, sino que por el contrario su lugar le es reservado. La representación es un concepto funcional y limitado en el tiempo. En una sociedad fundada en la división del trabajo, estamos acostumbrados a que otros asuman para nosotros tareas que nosotros no podemos asumir. La representación es una regla de juego de la interacción social. En los escritos bíblicos, la representación concierne la relación del hombre a Dios y atañe a la persona entera. “Se pueden distinguir muchas dimensiones de la representación”[10]. Ante todo, el hombre, como imagen de Dios (Gen.1,26 y ss.) es el representante del Creador. Representa a Dios en tanto que gobierna la creación. También se da la representación como oración de intercesión por los otros. Abraham lucha con Dios, diciéndole que no puede destruir Sodoma si se encuentra un pequeño número de justos en medio de los infames en la ciudad (Gen.18,22 -33).
Moisés interviene delante de Dios por el pueblo que ha quebrado la alianza. Quiere obtener “expiación” por los pecados de los hebreos y propone ser representativamente tachado del libro de la Vida (Ex.23,32). También en los profetas se encuentra la oración intercesora por los demás, un motivo al que alude Pablo, cuando escribe que querría ser “separado de Cristo” en nombre de sus hermanos (Rom 9,3). Aún más, existe el gran rito del día del perdón (cf.Lev.16,22) que seguramente recuerda un intercambio mágico. Pero también aquí es Dios quien ofrece el rito de expiación y garantiza a los hombres la reconciliación. El sacerdote transmite por un gesto de imposición de manos la materia del pecado sobre un chivo que es enviado al desierto. En tanto que representante del pueblo, pronuncia al mismo tiempo una confesión de los pecados. La comunidad de pecadores se identifica con el chivo, en cuyo lugar debería encontrarse. Sin conversión personal, sin arrepentimiento, no hay reconciliación para aquellos que se hacen representar (Lev.16,21). El ritual no es un intercambio mágico, asocia a los actores y apunta a su transformación.
Ellos son personalmente llamados a hacer efectiva la justicia de Dios en sus relaciones sociales en tanto que son reconciliados. Finalmente se encuentra en el Deutero Isaías (Is.52,13-53,12) el cuarto canto del Siervo, que da una nueva interpretación del sufrimiento, sin hacer referencia a un contexto cultual. En el esquema de interpretación de actuar-sufrir, el sufrimiento era el índice claro de una injusticia cometida. A quien le va mal, ha sido alcanzado por una culpa. En cambio, la prosperidad era el índice de una conducta que agradaba a Dios. Que sufriera un justo no era imaginable en este esquema, como lo muestra el discurso de los amigos de Job. En el Deutero Isaías, el motivo de la passio justi encuentra su aspecto soteriológico según el cual el sufrimiento de un solo justo beneficia a la multitud. Es el Siervo de Dios, excluido y despreciado por todos que “ofrece su vida en expiación” (Is. 53,10) y justifica la multitud, llevando la culpa de todos.
Todas las dimensiones evocadas de la representación son retomadas en el Nuevo Testamento y sintetizadas cristológicamente. Cristo es “la imagen de Dios invisible” (Col 1,15 ss.; 2 Co 4,4), representa a Dios ante los hombres y a los hombres ante Dios: es el “mediador” (1 Tim 2,5). En su vida a la vez no sólo anuncia, sino que pone en práctica el amor de Dios y del prójimo. Hasta su muerte, intercede por sus torturadores, cuando clama “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc.23,24).
Porque es quien ha sido elevado, tiene el oficio de defensor de los suyos, cuando intercede delante de Dios por ellos (Heb 7,25). Incluso la representación del rito expiatorio es referida a Cristo en una metáfora cultual cuando Pablo afirma que “Dios lo ha expuesto como instrumento de propiciación” ( Rom 3,25), como “trono de la gracia”, traduce Lutero. El lugar de la presencia reconciliadora de Dios ha sido erigido ahora de una vez por todas en el Crucificado; en su sangre Dios ha borrado los pecados. Contra la comparación tipológico cultual de Lev.16 y Rom 3,25 ha sido objetado que Jesús no puede ser el propiciatorio y la víctima a la vez. Pero la crítica es insuficiente, en la medida en que para Pablo se trata del motivo de la presencia salvífica de Dios: aquello que fue el ritual de expiación en el ritual de reconciliación de Israel ha sido trasladado a Cristo, el Crucificado[11].
Finalmente hay en el Nuevo Testamento un conjunto de pasajes que ponen en relación la tradición del siervo sufriente con el Resucitado (1Co 15,3; Lc.24,25 ss.). Jesús mismo podría haberlos mencionado, para explicar su muerte inminente en el cuadro de su predicación sobre la irrupción escatológica del reino de Dios (Mc.10,45; Mt 20,28). Su existencia para los demás, la acción proexistente de su vida, se condensa en los actos simbólicos de la última Cena.
El pan partido –su cuerpo, entregado por nosotros-, el único cáliz, -su sangre, derramada por nosotros- es dirigida a todos. Aunque sea imposible reconstruir las palabras exactas de la tradición de la Cena, se advierte a través de los signos novedosos que Jesús realiza, que la proexistencia que selló toda la vida de Jesús, debe ser conservada en la muerte. Así Jesús debió asignar a su muerte inminente el sentido de una mediación salvífica en la última Cena, en la línea del cuarto canto del Siervo.
Tal interpretación de la muerte de Jesús es, sin embargo, confrontada a la objeción según la cual Jesús habría centrado su mensaje del reino de Dios cercano en la disposición de Dios de perdonar sin condiciones; de ese modo sería imposible que haya ligado al final la salvación a la condición de una muerte expiatoria. Exégetas como Helmut Merklein han resuelto la supuesta contradicción partiendo de un desarrollo interior en la reflexión de Jesús. Su anuncio de la llegada del reino habría sido rechazada mayoritariamente por Israel en su tiempo. Jesús habría asumido este rechazo y comprendido entonces su destino en la línea de los mensajeros de Dios de la historia precedente de la salvación (cf. Mt 23,37 ss; Lc 13,34 ss). Para poder mantener el mensaje de salvación inminente frente a la muerte cercana Jesús habría recurrido al cuarto canto del Siervo como una “interpretación congenial”[12]
para comprender su destino. Este recurso se explicaría en tanto que después del rechazo de la salvación no quedaba sino el camino de la expiación representativa para posibilitar el acceso a la salvación de Israel. Las cartas de Pablo retoman el motivo para fundar una teología de la justificación por la fe.
La tercera objeción trata de una supuesta amputación del discurso soteriológico, respecto al discurso de la redención del pecado y de la culpa.
La dificultad de un pesimismo salvífico, que considera la humanidad como una masa merecedora de la condenación, se ha renovado siempre de nuevo desde el comienzo de la modernidad. La enseñanza bíblica sobre la impotencia del hombre para ser bueno por sus propias fuerzas y el mensaje de la gracia de Dios han sido articulados por Calvino, y también por el jansenismo, en términos de una justicia punitiva. Según esto, el hombre, pecador impenitente no puede sustraerse al tribunal del castigo sino participando del mérito de Cristo, que éste adquirió por el sacrificio de la cruz que obtiene satisfacción y que Dios atribuye sin mérito de su parte a los unos y no a los otros. La separación de un Dios semejante, que elige a unos y a muchos condena es interpretada por Hans Blumemberg como “un acto de auto afirmación” del hombre[13]. También en la reconstrucción, prudente y matizada históricamente, de Charles Taylor, el rechazo al pesismismo salvífico es valorado como el aspecto más importante en la génesis del ateísmo moderno[14].
El paso de una sociedad en la que era prácticamente imposible no creer en Dios, a una sociedad en la que de ninguna manera es obvio creer en El, la conciencia de pecado, que supone una relación viva con Dios, es puesta en crisis. Más allá, se pueden advertir desplazamientos de pensamiento que se articulan con la historia violenta del s.XX. La pregunta por la justicia con las víctimas ha relegado a un segundo plano la de la liberación del pecado y de la culpa, y ha hecho más agudo el problema de la teodicea, la cuestión de cómo Dios podría justificarse frente a los sufrimientos de la historia del mundo. El motivo de la solidaridad del Cristo sufriente con las víctimas de la historia adquiere con este fondo un nuevo significado, no solamente en las teologías de la liberación (L.Boff; J.Sobrino). El Crucificado mismo es una víctima de la violencia y en el final de la Pasión se encuentra el grito (de abandono) hacia Dios. Una cristología sensible a la historia, solidaria con el Otro que se encuentra amenazado y se pregunta por cuál es la salvación de quien se calla, escuchará de modo nuevo y hará audible el grito de abandono de Jesús. Será consciente del sentimiento doloroso que faltaría al poder salvífico de Dios, bajo la forma de queja o lamento, delante de Dios mismo, para no deshacer el lazo de la comunicación allí donde reina la más extrema necesidad de lenguaje.
Este principio de teología de la oración, que deja en suspenso la cuestión de saber cómo Dios se justifica a sí mismo al final, encuentra luego una continuación audaz, si se dice que el Crucificado no ha muerto por el pecado de los hombres, sino “por el riesgo que Dios ha asumido en la creación” (Magnus Striet). Se le reprocha a Dios el haber asignado a los hombres un mundo atravesado por la penuria de recursos, la rivalidad y las contingencias desgraciadas. En la encarnación, Dios ofrece “reparación por su propio acto de creación, exigiendo de sí mismo en tanto que Hijo lo que exige a todo hombre” (M.Striet). La tesis según la cual Dios se expone a sí mismo al sufrimiento en la vida y la muerte de Jesús se encuentra aquí articulada con una afirmación que va aún más lejos: en el Gólgota Dios habría “expiado” su peligrosa obra de creación. Esto replantea precisiones: una mirada que habla de las exigencias de la creación, e incluso de “defectos en la creación”[15], ¿no oscurece la fe en el Creador bueno? ¿Y no lleva a un equívoco de la fe en la redención, si cambia la afirmación bíblica en su contrario?
La representación inclusiva se dirige, para hablar con Kant, a lo más personal. El sujeto necesitado de salvación no es abandonado con la hipoteca de su historia de pecador. Cristo viene a buscar al hombre en el lugar de perdición, va hasta el extremo, para encontrarlo allí donde, por sí mismo, no puede ir más adelante. Justamente en este estar junto al hombre en la situación de impotencia es que lo capacita para admitir su falta, separarse de ella y convertirse. La falta no es anulada o tomada por otro, como un medio exterior de pago[16]. Más bien la culpa se hace visible en toda su profundidad ante el Crucificado Resucitado. Pero Cristo no encierra al autor del pecado en su pasado, ve en él más que la suma del mal cometido. Su mirada se dirige a la persona necesitada de redención, quebrando su encerramiento en sí mismo. Penetrando en el lugar del pecado y de la lejanía de Dios, Cristo hace capaz al pecador de percibir la dolorosa realidad y aceptar su culpa. En el lugar de la incomunicación, se hace posible una nueva comunicación con Dios y con los otros[17].El carácter moralmente insustituible de la persona no es obviado en este proceso, ya que éste está ligado al sí de la persona a la cual Dios representa. “Jesús no puede descartar al pecador, para tomar su lugar: no puede apropiarse de la libertad de otro para hacer lo que este no quiere hacer. Sintetizando: puede redimirme (es decir rescatarme de una esclavitud o culpabilidad), pero yo debo siempre asentir o asumir esa obra, para que sea verdadera para mí”[18].
Representación inclusiva, en el contexto teológico, no designa un reemplazo condicionado a una situación y limitado en el tiempo de un hombre por un hombre, sino el acontecimiento cualificado soteriológicamente en el que el Crucificado, en su muerte, ha tomado el lugar del hombre pecador, de manera de abrirle una nueva relación a sí mismo, a los otros, y de ese modo, a Dios. La pregunta de cómo uno puede morir por los pecados de todos toca el misterio de la persona de Jesucristo, que sólo es accesible desde la perspectiva de la fe. Sólo cuando el Crucificado no es solamente hombre, sino al mismo tiempo el Hijo unido al Verbo eterno del Padre, su muerte puede haber tenido la fuerza salvadora y reconciliadora que la Iglesia le ha reconocido desde el principio. La teología de la cruz remite así a la teología de la Trinidad.
Finalmente planteemos la pregunta incisiva: ¿por qué justamente la Cruz? ¿No podría Dios haber realizado la obra de salvación de otro modo? ¿No habría bastado un decreto de la misericordia divina, que hubiera podido anular la hipoteca moral del pecado y de la culpa? Frente a Anselmo, Tomás de Aquino subrayó que la omnipotencia divina podría haber elegido otros caminos para redimir al hombre del pecado y de la culpa (ST a.46, a.2, ad 3). Pero en lugar de embarcarse en una teología de los posibles y seguir la cuestión de otros medios de salvación, prefirió buscar comprender teológicamente la salvación acontecida de hecho, en la vida y la muerte de Jesús, y hacerla plausible por argumentos de conveniencia. De este modo, evitó un angostamiento de una teología de la cruz, y relacionó la encarnación con los misterios de la vida de Jesús, que desemboca en reflexiones sobre la muerte, la resurrección y la ascensión. Dios, el bien perfecto, quiso comunicarse a los hombres en forma humana (se aliis communicare), y Tomás ve el sentido de la encarnación, que cubre el foso entre Dios y los hombres y hace posible la amistad con Dios. En las estaciones de la vida de Jesús se desarrolla este proceso de comunicación, que se condensa finalmente en la Pasión, donde Dios Padre entrega al Hijo a las acciones de los hombres y donde el Hijo se deja entregar libremente.
La Pasión realiza el amor extremo de Dios por los hombres. Pero el amor de Dios, podríamos continuar, no puede dejar permanecer la injusticia en la historia. Dios quedaría por debajo del nivel de la historia humana, si ordenara una absolución general para todos y si tratara de idéntica manera a los justos y a los malvados, a los malhechores y a las víctimas. La sombra de la injusticia bajaría también sobre El. El sufrimiento del sacrificio debe ser reconocido y valorado, la injusticia llamada por su nombre y afrontada, si la historia vivida en libertad debe llegar a la verdad. Es justamente este modo de afrontarla y estimarla que muestra la verdadera justicia y la verdadera misericordia de Dios. En la faz maltratada del Crucificado los verdugos y arribistas de la historia ven presentare un espejo de su injusticia, a la que no pueden sustraerse. “El mal no puede ser banalizado delante de la imagen del Señor que sufre”[19] . Pero la mirada del Crucificado Resucitado no deja de tener piedad, no reduce al culpable a sus faltas, sino que se coloca de su lado, para que pueda levantarse contra sus actos y encarar el doloroso camino de la conversión y el arrepentimiento. Al mismo tiempo Dios, en el Crucificado, se pone en el lugar de los vencidos a fin de acercarse a los descartados de la historia y devolverles su honor. Queda por saber si pueden adoptar la actitud de Cristo lista para el perdón de los culpables. Pero en el compromiso histórico de Dios en el sufrimiento y la muerte, Jesús funda la esperanza de que todos puedan al fin ser salvados[20].
Traducción: P.Alberto Espezel
* Casado, cuatro hijos, profesor de Teología Dogmática en la Universidad de Viena. Director de la edición alemana de Communio
[1] Le Porche du Mystere de la deuxieme vertu, Blioteque de la Pléiade, Gallimard, 1967, p.613.
[2] K.Lehmann “Er wurde für uns gekreuzigt”. Eine Skizze zur Neubesinnung in der Soteriologie, en Theologische Quartalschrift 162 (1982, 298-317, aquí 306.
[3] F.Nietzsche, Die Fröliche Wissenchaft, (La gaya ciencia), III, 135.
[4] E.Bloch, Atheismus im Christentum, Frankfurt am Main, 1978, 160.
[5] I.Kant, Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunuft, B 95.Cf.J.h.tück, Beispiel, Vorbild, Lehrer? Zu Kants moralphilosophischer Transformation der Christologie, en m schulze (ed) Christus Gottes schöpferisches Wort (FS Ch.Schönborn), Freiburg, Basel, Wien, 2010, 599-619.
[6] Respecto a la objeción de que la representación inclusiva es moralmente imposible, ver b.janowski, Stellvertretung, Stittgart 1996, 10: “Allí también se encuentra la cuestión de saber si las concepciones modernas de la subjetividad y de la moral deben ser constituidas en patrón de valor, y en el caso contrario, de la ausencia de valor de los testimonios bíblicos sobre la representación inclusiva. Antes que la palabra “representación inclusiva” (Stellvertretung) fuera inscripta en una lista negra de nociones teológicas fatales, estos testimonios bíblicos sobre la representación deberían ser puestos en valor por lo menos una vez en su significación original”.
[7]J.B. Metz, Mystik der offenen Augen, Freiburg, 2011.
[8] Cf. B.Janowski, Sühne als Heilsgeschehen. Tradition und redaktionsgeschichtliche Studien zur priesterschriftlichen Sühnetheologie (WMANT 55), Neukirchen-Vluyn, 200.
[9] Igualmente Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, t.2, especialmente el capítulo sobre Getsemaní.
[10] Cf. B.Janowski, Stellvertretung, Stuttgart, 1996.
[11] Cf.M.Theobald, Römerbrief, 1992, I,100: “Si Israel festeja cada año el día de la reconciliación como día en que Dios libera su santuario, el templo, de toda impureza y acuerda a su pueblo la reconciliación, entonces el día de la crucifixión de Jesús es el gran día de la reconciliación de Dios, que se trata de conservar en la memoria para todos los tiempos. Como en el recuerdo del desierto, es en la nube de un humo sagrado, encima del propiciatorio (sobre el arca adornada por los querubines) se tenía por presente al Dios reconciliador, cuando el sumo sacerdote aparecía delante de él con la sangre de los animales sacrificados (Lev.16,2.12-17), así como hoy los creyentes reconocen en la cruz de Jesús, en el don de su sangre, la presencia reconciliadora de Dios”.
[12] H.Merklein, Wie hat Jesus seinen Tod verstanden?, Studien zu Jesus und Paulus, Tübingen, 1998, 174-189.
[13] H.Blumenberg, Legitimität der Neuzeit, Frankfurt am Main, 1966.
[14] Cf.Ch.Taylor, L äge séculier, Boréal, 2011.
[15] M.Striet, Krippengeflüster, Weihnachten zwischen Skepsis und Sehnsucht, Ostfildern, 2006.
[16] Esta impresión es sugerida en el pasaje final del Cur Deus Homo, donde Anselmo escribe “¿Puede reconocerse algo más misericordioso que al pecador condenado a los tormentos eternos, no teniendo nada con qué rescatarse, Dios Padre le diga : ‘Recibe a mi Unigénito y entrégalo por ti’, y el Hijo mismo: ‘Tómame y rescátate’?”(Cur Deus Homo II, 20).Además, no se sabe en qué medida el proceso de representación operado por Cristo toca y transforma interiormente al que es representado. Cf.K.Trego, “La libertad cara a cara. El Cur Deus Homo de san Anselmo y la cuestion de la representación inclusiva”. En Cristo Juez y Salvador, Communio 2009, 5, pp.33-48.
[17] Dostoievski lo mostró de manera penetrante en Crimen y Castigo, bajo la figura de Sonia que sigue al asesino Raskolnikov en su exilio en Siberia para mostrarle su amor y transformarlo interiormente.
[18] H.U. von Balthasar, Epilog, Einsiedeln, 1987, 95.
[19] J.Ratzinger-Benito XVI, Camino de la Cruz en el Coliseo, Meditaciones, Octava estación, Internet Vat.
[20] Cf. H.U.von Balthasar, Eschatologie in unserer Zeit, Freiburg,2005. Ibid. Theodramatik IV, Das Endspiel, Einsiedeln, 1983.