Por Adolfo Mazzinghi*
Sobre la catástrofe
La etimología de la palabra catástrofe tiene una insistencia que es muy significativa. Su primera parte “cata” quiere decir “hacia abajo” mientras que su final “strofe” se traduce como “voltear”. Voltear hacia abajo es una redundancia que resulta por lo menos desalentadora. Una catástrofe es algo que nos deja desparramados en el piso, es una palabra que encierra un cierto dramatismo. Los griegos la usaban fundamentalmente para señalar los finales de sus tragedias, signados en la gran mayoría por un derrumbe catastrófico.
Nosotros hoy en día le damos a la catástrofe un sentido que tiene que ver con las desgracias de gran escala, que se originan en dos fuentes que actúan en forma dispar, la naturaleza y el obrar humano. En este doble origen de la catástrofe aparece un primer punto para la reflexión. Aunque todas las catástrofes tienen, más allá de su magnitud, efectos parecidos, no todas son iguales si son miradas desde sus causas. Todas generan dolor, pero dependiendo de su causa, ese dolor se canaliza de manera diferente.
Las que tienen por origen indudable la naturaleza, como los terremotos, por ejemplo, generan más bien una reflexión de tipo metafísico. Imposible no recordar las del optimista Cándido a propósito del sismo de Lisboa, suceso que, según la conocida sentencia de Adorno, sirvió para curar a Voltaire de la teodicea de Leibniz. Con las catástrofes naturales aparecen las preguntas sobre el por qué de lo sucedido y los juicios, sobre todo a Dios, ya que la naturaleza parece un sujeto en sí mismo difícil de condenar. Desde muy antiguo, fueron interpretadas en todas las religiones, como castigo divino. En este sentido, el relato del Diluvio, como escarmiento es ejemplar: “cuando el Señor vio que grande era la maldad del hombre en la tierra” (Gn. 6.5).
En el otro extremo están las catástrofes que se producen por causas enteramente humanas y que parecen ser, siempre en un sentido metafísico, más fáciles de sobrellevar. Estas tienen una fácil explicación racional, en la maldad o en la negligencia de quienes las provocaron. Las responsabilidades pueden ser, en teoría, determinadas, y el empeño de las víctimas en conseguir el castigo de los culpables habla a las claras del poder reparador que, al menos en apariencia, tiene la justicia cuando encuentra culpables y los condena. La trágica experiencia de la Torre de Babel, puede servir como ejemplo, simétrico al anterior, de catástrofe enteramente provocada por el hombre y su desmesura (Gn 11,1).
Hay, entonces, una diferencia entre ambos extremos causales de la catástrofe. Las provocadas por la naturaleza resultan ser en gran medida imprevisibles, por que resulta muy difícil saber cuándo esta naturaleza, naturalmente previsible, se saldrá de su curso. Las otras, provocadas paradójicamente por los hombres, en cuanto sujetos libres, son, en general, más fáciles de prever, estableciendo precisamente lo que se llaman prevenciones. Pero no basta con que estas prevenciones sean formuladas –no está demás aclararlo–, sino que sobre todo es necesario velar para que sean puestas en práctica. Es en la falta de cumplimiento de lo que ya fue previsto donde radica el origen de la mayoría de estas desgracias con causas primordialmente humanas.
La diferencia causal no genera, en cambio, diferencia alguna en cuanto a los efectos, como ya fue apuntado. Todas las catástrofes, provengan de donde provengan, tiene el mismo efecto destructivo que la misma palabra encierra y su única diferencia es cuantitativa. Todas mueven al dolor y también, como siempre se demuestra, a la compasión y a la solidaridad. La catástrofe nos sacude y nos hace reconocer nuestra humanidad y, por consiguiente, genera un espontáneo sentimiento de hermandad, a veces adormecido por el trajinar diario, que nace de una genuina conciencia de nuestra pequeñez. De todos modos, y más allá de esto, es posible trabajar sobre los efectos estableciendo protocolos y concientizando a las poblaciones, para que la solidaridad sea canalizada en modo eficiente, estableciendo una previsión post-evento, válida para cualquier catástrofe, aun la más imprevista. Se trata, entonces, de conducir la solidaridad racionalmente para que su efecto no se pierda, sin que se pierda esa espontaneidad, que es su fuerza.
En el medio de estos dos extremos hay catástrofes intermedias, donde concurren, aunque en porcentajes distintos según los casos, causas naturales y humanas. Un ejemplo de estas es la inundación, donde se combina un efecto climático, no raro pero si de dimensiones desmesuradas, y una respuesta deficiente a la hora de afrontarlo, antes y después de que suceda. Al momento de observar este tipo de eventos es necesario determinar el alcance del fenómeno natural, ya que el aumento de éste hace disminuir el factor de la causa humana. Y también es necesario recordar que siempre hay una escala para la cual toda respuesta se volverá inútil. Saberlo permite ubicar al hombre frente al cosmos en una relación adecuada, y esto es siempre saludable.
Resulta, entonces, de gran utilidad la precisa determinación del peso de ambas causas, para comprender el fenómeno y posteriormente diseñar soluciones a futuro. Hacerlo de la manera más objetiva posible permite evitar que estas proporciones sean modificadas intencionadamente de acuerdo al juego político y mediático, donde se deciden las responsabilidades frente a la opinión pública. Los responsables en el gobierno de la zona afectada intentarán magnificar el fenómeno climático, de manera de inclinar el platillo de la causa natural, mientras que quienes se le oponen tratarán de provocar el movimiento contrario en la balanza. Salir de ese juego, que falsea en uno u otro sentido la realidad, permitirá el aprendizaje necesario para afrontar en el futuro nuevas pruebas.
Más allá de esta tensión que tiene como escenario la actualidad política, hay otro tipo de reflexiones que apuntan a un problema más de fondo, el de la ciudad, y, yendo más lejos, el de toda acción humana. Ante la inundación, es también hoy la ciudad la que se pone en duda y con ella toda la cultura de la cual la ciudad es su fruto más excelso. Estos múltiples ataques son muchas veces infundados y parecen guiados por una especie de fundamentalismo anti-urbano que se despliega a partir de una prédica constante que tiene sus voceros intencionados y sus repetidores que pecan, por lo menos, de ignorancia.
La ciudad en general parece hoy no gozar en el pensamiento común de demasiadas simpatías. Este pensamiento, que por su propio dinamismo tiende a convertirse en una creencia, parece aumentar, sin que sea fácil oponerle alguna resistencia. Cuando la catástrofe sucede, estas tendencias se hacen manifiestas y se amplifican en modo desmedido por la acción de los medios de comunicación, que se inclinan a seguir los vientos que predominan en una atmósfera inusualmente agitada por la desgracia. En la necesidad de buscar culpables y al mismo tiempo de llenar vastísimas horas de programación, la ciudad se ofrece como una víctima perfecta. Esbozar un análisis sobre lo que la ciudad es y ha sido resulta necesario a la hora de enfrentar la profecía de la catástrofe urbana. Hacer un intento para evitar que la profecía se cumpla, porque la suerte de la ciudad –es bueno recordarlo– está íntimamente ligada al destino del hombre.
Naturaleza y ciudad.
“¿Desaparecerá la ciudad o el planeta entero se convertirá en una vasta colmena humana (lo que sería otro modo de desaparición?”, esta pregunta inquietante abre la obra fundamental de Lewis Mumford, La ciudad en la historia. En ella se enuncia que la total preeminencia de una de las dos realidades -naturaleza y ciudad- sobre la otra traería como consecuencia necesaria la desaparición de ambas. Naturaleza y ciudad conviven en una oposición dialéctica que tiene raíces profundas que se hunden en los albores del tiempo y que adquiere desde el inicio un espesor ético.
Empezando por la Biblia, que enhebra su condena urbana en un rosario de nombres malditos que empieza por Babel y continúa por Nínive, Sodoma y Gomorra, hasta llegar a Babilonia. De esta, y de su impactante tamaño, nos llegará la descripción que hiciera el incansable Herodoto, que contempló sus ruinas aún frescas. La antigua capital mesopotámica recibirá en el Apocalipsis una diatriba ejemplar: “Ha caído, ha caído la gran Babilonia, la que ha dado de beber a todas las naciones el vino embriagante de su prostitución” (Ap. 14.8). Esta sentencia resume de algún modo el pensamiento de toda la Escritura, ya que recoge otras pronunciadas por Isaías (21.9) y Jeremías (25.15) y de algún modo engloba la condena a todas las grandes ciudades.
Es oportuno aclarar que lo que aquí se condena es sobre todo un cierto tipo de ciudad: la “gran Babilonia” que es modelo arquetípico de toda “gran ciudad”. Como Nínive, que no conocía límites, cuya extensión era tan enorme que “se necesitaban tres días para recorrerla” (Jn. 3.3) o como la ya mencionada Babel cuya “cúspide llega hasta el cielo” (Gn. 11.4). Ambas condenas se expresan en las dos dimensiones fundamentales del espacio, horizontal y vertical. La escritura reprueba la ciudad y su desmesura como fuente prolífica del pecado, frente a los valores que en general encarna la vida rural. De todos modos esta controversia, en pos de determinar los fundamentos culturales del pueblo judío, entre una sociedad agrícola y pastoril y una sociedad dedicada al comercio recorre toda la historiografía del pueblo elegido, como muestra el exhaustivo trabajo de Enrique Dunayevich que da cuenta de dichas tensiones donde se esconde la oposición original entre naturaleza y ciudad.
También es oportuno señalar que, frente a Babilonia, se levanta otro paradigma, el de Jerusalén. Ciudad santa por excelencia, Jerusalén representa el lugar del encuentro del hombre con su Dios, lugar del sacrificio en busca del favor divino, lugar de la alabanza. Frente a la endeblez de Babel y frente a la dispersión que su soberbia provoca, Jerusalén está “construida como ciudad bien compacta y armoniosa” y es “allí donde suben las tribus del Señor, según es norma en Israel, para celebrar el nombre del Señor” (Sal. 122). La Biblia nos regala, además, en el canto de Tobit la visión fulgurante de una ciudad que más que realidad es promesa, cuyas puertas “serán hechas de zafiro y esmeralda, y todos sus muros de piedras preciosas” (Tb. 13.17).
La Antigüedad clásica y pagana va a oponer dos modelos de ciudad que tendrán larguísima suerte a lo largo de la historia. El modelo griego, de población limitada, propone una ciudad de dimensiones acotadas que hacía posible su sistema político. Es conocida la norma platónica que limitaba la población de la ciudad a la capacidad auditiva de todos sus miembros reunidos para escuchar la voz de cada uno de ellos. El control de las dimensiones de las ciudades griegas es también un resguardo contra uno de los peligros más temidos en su cultura, la hybris, esa ausencia de medida que anunciaba precisamente la catástrofe. Las ciudades griegas son, así, pequeños astros sin centro que iluminan los mapas de la Antigüedad. Sus habitantes estaban llamados a partir inexorablemente hacia nuevos horizontes cuando se superaba el número establecido. El resultado fue una constelación magnífica, pero un universo endeble, siempre al borde de la desintegración.
El otro modelo urbano que propone la Antigüedad es en todo opuesto al anterior. La forzosa centralización romana responde a la concentración del poder y da como resultado un universo estable regido bajo el imperio de una sola ciudad. Roma es la ciudad desmedida por definición, porque desmedida era su misión: dominar la totalidad del mundo conocido. En ella se reflejan todas las grandes capitales de la historia, y en ella se descubren todas las dificultades que trae aparejada su grandeza, pero también la indudable atracción que su modelo propone.
Los dos modelos de ciudad que la Antigüedad clásica nos legó y que han tenido posteriormente suerte distinta a lo largo de la historia, tuvieron también distintas maneras de relacionarse con la naturaleza. Ambas maneras son la consecuencia directa de la visión del mundo que los sustenta y que está detrás de cada uno. Respetuosa y tímida la de los griegos, que parecen posarse delicadamente en el paisaje, de donde extraen sus dioses. Violenta y furibunda la de Roma, que impone a la geografía el rigor indiferente de su férrea cuadrícula y que traza sus acueductos con total indiferencia topográfica.
Distinta es la percepción de la naturaleza durante la Edad Media, donde el mundo arrasado se vuelve más hostil. La ciudad, el burgo amurallado, se transforma en lugar de refugio ante las inclemencias de un medio rural habitado por salteadores y brujas. La naturaleza no ofrece garantías, y parece más seguro entonces para el hombre buscar la protección en el castillo o tras los muros ciudadanos. En Toscana todavía se usa la expresión “alle porte coi sassi” para ejemplificar de modo dramático la persona que, temerosa de quedar fuera del recinto amurallado de la ciudad, arrojaba piedras para avisar que estaba llegando y así evitar que le cerraran las puertas. Una expresión que exhibe de un modo muy gráfico lo que significaba “quedarse afuera”, sometido al áspero dominio de la naturaleza. La Edad Media sale de la penumbra, iluminada por sus ciudades, que son como faros en la noche de sus siglos más oscuros.
Luego de las experiencias teóricas del Renacimiento, la gran ciudad tendrá su momento de gloria en el Barroco. La ciudad es la sede del poder, la ciudad de corte es el lugar donde rige la ley que se encarna en la persona del soberano. Frente a esta, se levanta el “estado de naturaleza” que, como dirá Hobbes con su famosa sentencia, es el de la “guerra de todos contra todos”. La ciudad barroca es una ciudad diagramada, obra de la cultura por excelencia. Las avenidas que dibujan su trama se abren paso por entre las estructuras medievales, consideradas, en su espontaneidad, cercanas a lo natural. La ciudad barroca, como todo en el Barroco, es el teatro de un poder que impone sus reglas y las impone con violencia. Baste como ejemplo, y también sello final de una época, los bulevares que Hausmann trazó con despótica mano sobre París. Frente a este modelo de ciudad, el siglo XVIII descubrirá el paisaje y hará de la naturaleza un lugar de calculado encanto. Un lugar para escapar precisamente de la ciudad.
La modernidad intentará una síntesis extrema entre ciudad y naturaleza. Comenzando por la teoría urbana, que asimilará la ciudad a la idea de organismo, apropiándose conceptos de la ciencia biológica. La ciudad se transforma en un organismo vivo con arterias y tejidos, crecimientos y decesos. El sueño moderno será el de un gran parque continuo, con edificios plantados como árboles, elevados sobre columnas que minimizan el contacto con el terreno. Son las “villes radieuses” que soñó, radiantes de luz y aire puro, Le Corbusier para sustituir las intrincadas barriadas parisinas escapadas a la picota de Napoleón III. Son las “Siedlung” alemanas que se alzan, cual banderas de un blanco inmaculado, como respuesta a una catástrofe, esta vez sí, completamente humana: la guerra.
El planteo moderno de ciudades con grandes superficies verdes y su regreso a la naturaleza tuvo su efecto no deseado, la pérdida del espacio urbano con su aporte indiscutible a la condición humana. La crítica posmoderna fue al rescate de la ciudad histórica, a revalorizar la estructura de esa ciudad con todas sus riquezas y a conformar una nueva teoría urbana, donde la ciudad no era más organismo sino puramente arquitectura. La arquitectura de la Ciudad de Aldo Rossi, publicado en 1966, será el texto fundacional de esta nueva visión que lideró experimentos urbanos posteriores. Los barrios multifacéticos que el AIA propuso para Berlín, en los años ’80, podrían ser un ejemplo emblemático de esta nueva visión.
En este nuevo esquema, la ciudad quedó nuevamente encerrada en sí misma y volvió a plantearse la vieja diferencia con la naturaleza. Ésta adquirió una mayor virulencia con el advenimiento de las tendencias ecológicas, que ubicaron a la naturaleza en un lugar distinto al que siempre tuvo. No es que Dios sea la naturaleza, como quería Spinoza, sino que la naturaleza es dios, amenazado y castigado por un enemigo mortal, el hombre. El hombre es el gran culpable de esta nueva era. En este contexto, la ciudad pasó a ser, al menos en la conciencia general, un lugar insalubre y causa de los procesos que ponían en peligro el porvenir de un planeta sacralizado.
Ciudad y catástrofe.
Hay ciudades que se han construido a pesar de la naturaleza, desafiando en modo explícito su presencia. Entre todas estas, que van de Venecia a Tenochtitlán, quizás la más significativa sea, por su dimensión, San Petersburgo. Construida por la voluntad incontrastable y también feroz de Pedro el Grande, tuvo un crecimiento exponencial que en poco tiempo la convirtió en una de las principales capitales de Europa. Ubicada en la desembocadura del breve pero impetuoso Neva, la ciudad sufrió a lo largo de su historia una interminable serie de inundaciones. Las crecidas de los afluentes del Neva sumadas a las tormentas del Báltico producían efectos catastróficos para la ciudad, siendo uno de los más importantes por su dimensiones el ocurrido en 1824, inmortalizado en el poema de Pushkin, “El jinete de bronce”.
En dicho poema no fue la naturaleza como tal la acusada del desastre, sino el fundador de la ciudad, el propio zar, cuya estatua ecuestre domina la Plaza del Senado. Es hacia él que se dirigen las diatribas del personaje central del poema, por haber desafiado a la naturaleza con la construcción de una ciudad, devenida una trampa mortal. La estatua se alza sin intermediaciones sobre un desnudo bloque de granito, transportado hasta la orilla del golfo solamente por la fuerza humana, y es un emblema de la actitud del fundador, que desafió a la naturaleza. Su imagen también representa la vieja falta de Babel, donde el orgullo humano impone su voluntad a la naturaleza, transformándose en la causa de la catástrofe que fatalmente se cierne sobre los indefensos ciudadanos. Pero cabría también pensar qué sería del espíritu humano sin esa condición desafiante, en la que muchas veces se apoyan los mayores sueños que desde lo más profundo de la historia han insuflado a la cultura.
Pero no todas las grandes ciudades se plantan desafiando a la naturaleza. Algunas son menos osadas, como nuestra Buenos Aires, que se posa suave en la llanura frente a un río tan ancho como tímido, que parece siempre dispuesto a retirarse dócil de la costa. La planicie no es surcada por briosos ríos, sino por tres arroyos de caudales tan humildes como sus nombres, Maldonado, Vega y Medrano. Sin embargo, en estas condiciones benéficas, donde naturaleza y ciudad parecen estar llamadas a una convivencia feliz, se producen catástrofes de dimensiones considerables cada vez que las lluvias superan la normalidad. Al sentimiento de impotencia, se sucede la natural y justificada indignación y tras ella se suman los análisis que no siempre consiguen dar con el meollo del problema.
En primer lugar, habría que establecer lo fundamental y esto se refiere a las obras de infraestructura necesarias para afrontar el problema. El hecho de que casi nada fue hecho a lo largo del pasado siglo y que lo poco realizado en este haya tenido una respuesta evidentemente satisfactoria, debería ser argumento suficiente. Hay una clara falta de voluntad, pasada y presente, para realizar lo que debe imperiosamente ser realizado con el fin de dar una solución a un problema que, ciertamente, la tiene. Preferir utilizar los recursos, siempre escasos, para encarar obras más vistosas, de duración breve y por lo tanto portadoras de un mayor rédito político, es una de las principales causas del atraso.
El aumento de las construcciones, la pérdida de terreno absorbente, la falta de mantenimiento del alcantarillado y las malas costumbres ciudadanas son problemas que ciertamente existen y que es necesario corregir, pero no es este el problema principal. Hacer una crítica indiferenciada de la ciudad y presentarla como un mal o, lo que es lo mismo, como un obstáculo para el desarrollo futuro, es un error. La ciudad necesita definir nuevas reglas en su relación con la naturaleza y en este camino complejo habrá –como siempre a lo largo de la historia– momentos de tensión, pero solo a través de un compromiso entre naturaleza y ciudad es posible pensar un futuro para el hombre.
Una ciudad habitable todavía es posible, pero para ello es necesario, en primer lugar, creer en ella, y en segundo, aplicar criterios racionales sin dejar espacio para sentimentalismos trasnochados. No es tiempo de grandes planes urbanísticos sino de poner en foco los problemas y avanzar con cuidado en soluciones puntuales, pero que respondan a un proyecto general, sabiendo que la ciudad misma cuenta con las herramientas para superar su profetizada catástrofe. Prevenir y superar las catástrofes, es un modo de prevenir la catástrofe urbana, y esta –conviene decirlo todavía una última vez– no es otra que la catástrofe del hombre.
* Arquitecto, casado, cuatro hijos, ejerce su profesión. Miembro del consejo de la revista.