Luis Baliña*
Para Cristina Corti, agradeciendo sus textos y objeciones
En su visita a México del 14 de febrero, el Papa Francisco le dijo a los obispos:
El presente, frecuentemente disuelto en dispersión y fiesta, ¿acaso no es también propedéutico a Dios que es sólo y pleno presente? ¿La familiaridad con el dolor y la muerte no son formas de coraje y caminos hacia la esperanza? La percepción de que el mundo sea siempre y solamente para redimir, ¿no es antídoto a la autosuficiencia prepotente de cuantos creen poder prescindir de Dios?
A diferencia del nuestro, que tiene las dimensiones de pasado, presente y futuro, señala el Papa, el tiempo de Dios es sólo y pleno presente. Y aconseja:
Reclínense pues, hermanos, con delicadeza y respeto, sobre el alma profunda de su gente, desciendan con atención y descifren su misterioso rostro
¿Qué es el alma profunda del pueblo?
Por un lado, el alma es una forma, lo dicen autores que van desde Platón hasta Goethe y von Balthasar. No hay problema en pensar el alma o la forma de un pueblo. Por otro lado, es un acto, que es lo que da vida. Es fácil pensar en la vida personal; pero también hay vida del nosotros. Los hinchas de Boca o de Estudiantes, aquí, o los de Los Pumas, allá, pueden decir si reciben vida, alegrías y tristezas de ese simple nosotros. Pero no es el único nosotros que tiene un alma: cada encuentro es y entonces tiene un modo de ser o una forma. La de cada persona humana es una forma particular.
Esa alma es principio de vida en el tiempo. Y, confiamos, más allá del tiempo. Pero ahora estamos en el tiempo. Aquí se juega nuestra libertad, de allí su importancia. La libertad es la esencia del espíritu, observa Hegel. Entonces, el espíritu aparece como superior a la realidad extensa.
Ya antes de ser Papa, Francisco había escrito mencionado cuatro principios de comprensión de la vida social, de los cuales el primero es El tiempo es superior al espacio
El tiempo inicia procesos y el espacio los cristaliza. Por eso cuando la madre de los hijos de Zebedeo le dice a Jesús: Mirá, te quiero pedir un favor: que mis dos hijos estén uno a la derecha y el otro esté a la izquierda, o sea, que en el reparto les de un pedazo grande de la pizza -uno a uno y otro al otro-, le está pidiendo un espacio. Y el Señor le responde: No, el tiempo. ¿Van a poder llegar donde yo llegué, van a poder sufrir lo que yo sufrí?
Es decir, le marca el tiempo. El tiempo siempre es superior al espacio. Y en la actividad ciudadana, en la actividad política, en la actividad social es el tiempo el que va rigiendo los espacios, los va iluminando y los transforma en eslabones de una cadena, de un proceso. Por eso, el tiempo es superior al espacio.
Uno de los pecados que a veces hay en la actividad socio-política es privilegiar los espacios de poder sobre los tiempos de los procesos. Creo que quizá nos haga bien a los argentinos pensar si no es el momento de iniciar procesos más que poseer espacios.[1]
Tiempo como categoría
Antes de Kant, pensábamos con Aristóteles que el tiempo era número del movimiento,[2] o sea que era una categoría del objeto móvil, con referencia al sujeto que numera.
Después de Kant, lo pensamos más como categoría del sujeto.
Pensar el tiempo como categoría sirve para no absolutizarlo. Es algo real, no algo absoluto.
Poseemos a veces el espacio; no poseemos el tiempo
Pensemos cuántas guerras se han dado por la posesión del espacio, cuántas disputas entre hermanos por la herencia de una realidad espacial.
No poseemos el tiempo
El tiempo nos es dado.
Es curioso que podemos dar nuestro tiempo a otro, pero no podemos hacer que el otro tenga tiempo, salvo en una medida menor, por ejemplo alimentarlo, acompañarlo o alargarle la vida unos días. Entonces el tiempo se relaciona con nuestra vida encarnada, con nuestra vida terrena. ¿Y después?
Me parece que con respecto al después es más lo que no sabemos que lo que sabemos; más lo que creemos que lo que vemos, más lo que esperamos que lo que poseemos. Por eso es objeto de anuncio, de promesa, de bienaventuranza.
Disienten conmigo Borges y Cristina Corti, lo cual ayuda a pensar en cierta posesión del tiempo; dice el primero:
Importa que mi lector se imagine un carro. No cuesta imaginárselo grande, las ruedas traseras más altas que las delanteras como con reserva de fuerza, el carrero criollo fornido como la obra de madera y fierro en que está, los labios distraídos en un silbido o con avisos paradójicamente suaves a los tironeadores caballos: a los tronqueros seguidores y al cadenero en punta (proa insistente para los que precisan comparación). Cargado o sin cargar es lo mismo, salvo que volviendo vacío, resulta menos atado a empleo su paso y más entronizado el pescante, como si la connotación militar que fue de los carros en el imperio montonero de Atila, permaneciera en él. La calle pisada puede ser Montes de Oca o Chile o Patricios o Rivera o Valentín Gómez, pero es mejor Las Heras, por lo heterogéneo de su tráfico. El tardío carro es allí distanciado perpetuamente, pero esa misma postergación se le hace victoria, como si la ajena celeridad fuera despavorida urgencia de esclavo, y la propia demora, posesión entera de tiempo, casi de eternidad (Esa posesión temporal es el infinito capital criollo, el único. A la demora la podemos exaltar a inmovilidad: posesión del espacio.) Persiste el carro, y una inscripción está en su costado.[3]
El carro, el criollo y los ajetreados transeúntes están en el tiempo, digo en un sencillo análisis que ojalá no sea la disección de una poesía. Pero están en el tiempo de distinto modo.
El tiempo del carro se mide por el espacio que recorre, por un lado, y por la persistencia de sus maderas que se van gastando, de sus hierros que se oxidan, y de la inscripción en su costado.
Los acelerados transeúntes miden su tiempo con despavorida urgencia de esclavo, sugiere Borges, y nos hace pensar ¿esclavos de quién?
La imagen del criollo contesta: el criollo es dueño de su tiempo, y de su ritmo. Es dueño de su demora, que es una figura siempre incierta de la eternidad. El criollo, me parece, es la contrafigura del esclavo, porque es amo y señor de su tiempo, el de andar en carro por la calle Las Heras.
Borges juega a refutar el tiempo con un asombroso conocimiento del idealismo y del empirismo, en La refutación del tiempo. El idealismo refuta el tiempo porque lo reduce a la conciencia. Y sin embargo, y sin embargo, termina el autor de El Aleph:
And yet, and yet… Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.
El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
Negar la sucesión temporal, el yo o el universo, piensa nuestro autor, se debe a que nos angustian. Negarlos es un recurso idealista, no un verdadero consuelo. Nuestro destino, sigue Borges, es irreversible y de hierro.
Salteo la cuestión del destino; el tiempo es de hierro en cuanto el tiempo transcurrido, que ya fue, no puede no haber sido. En este sentido es irreversible.
Como tantos argentinos de su generación, desde Alberto Rougés hasta Octavio Derisi, pasando por Alejandro Korn, Borges fue receptivo a la propuesta de valorar la duración que en los tempranos años del XX hizo Henri Bergson. Éste lo hacía como intento de agregarle a la cultura de su tiempo «un suplemento de alma», como un intento de abrir una ventana al espíritu, la ventana de la conciencia histórica, que terminarían de abrir Blondel y Heidegger, no tan conocidos aquí, o Rosenzweig, con su propuesta de tomar en serio el tiempo.
Como Bergson, Borges tiene mucha experiencia de lo que fluyepor su conciencia, pero también de lo que no pasa del todo sino que permanece, como el arte, como la poesía:
Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,
ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.
A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.
Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.
También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.[4]
Conclusión
La frase con que empezamos, que Francisco usa como principio para proponernos tomar en serio el tiempo, se puede interpretar como una propuesta de tomar en serio ese aspecto de nuestra vida que se da en el tiempo: la libertad.
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* El autor investiga el Pensamiento Latinoamericano en la Universidad Católica Argentina
[1]Hacia un bicentenario en justicia y solidaridad2010-2016.
Nosotros como ciudadanos, nosotros como pueblo, Card. Jorge Mario Bergoglios.j., 2008, en http://www.pastoralsocialbue.org.ar/documento/nosotros-como-ciudadanos-nosotros-como-pueblo/
[2]Física, Libro IV, 219 b
[3]Jorge Luis Borges, Las inscripciones en los carros, en El lenguaje de Buenos Aires, Buenos Aires, Emecé, 1984
[4]Arte poética, en Obra poética, Buenos Aires, Emecé, 161 -162.