Testimonio benedictino-cisterciense
Eduardo Gowland, ocso
1.Introducción:
Muchos y variados son los caminos por los que Jesús nos descubre su pobreza. Él es el verdaderamente pobre. Radicalmente pobre ante su Padre porque todo lo que tiene y hace lo recibe de ÉL (Jn 5,30; 8,28;12, 49-50), y radicalmente pobre ante nosotros por amor (Filip 2, 6-8; 2 Cor 8, 9). Nuestra pobreza es puro don suyo que, recibido, se abre camino en nosotros en medio de múltiples marchas y contramarchas, pero transformando siempre nuestra personalidad y asemejándonos imperfectamente a Él. ¡Llegar a ser pobres es obra de arte del Espíritu Santo…!
En mi caso, descubrí a Cristo pobre en el interior de mi experiencia vocacional, en la que un Dios vivo y vivificante me llamaba fuertemente para sí. Allí Jesús radicalmente pobre me fascinó y capturó toda mi energía y sentido de vivir. Dar todo por Cristo, fue el movimiento natural y espontáneo de quién descubrió el amor de Dios que invita. Desde entonces, seguir a Cristo pobre y asemejarme a él, fue sinónimo de hacerme monje, buscar a Dios y unirme a Él. Luego, ya ingresado en la Trapa, supe que este mismo ideal fue el que animó a los primeros cistercienses en su empeño de fundar el “Nuevo Monasterio” (Císter) y su particular comprensión de la Regla de San Benito.
2.El marco de referencia:
Además de las circunstancias propias, el espíritu de pobreza se lo vive y se lo cultiva según los diversos carismas que el Espíritu Santo ha dado a la Iglesia. En mi caso, es la tradición benedictino-cisterciense, la cual determina un marco de referencia en el que el monje se hace pobre con Cristo pobre.
Siguiendo la tradición patrística y monástica, san Benito fundamenta la práctica de la pobreza en el ideal de la comunidad de bienes que tenía la primitiva comunidad cristiana. Según Hch 4,32:“Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común.”, a lo cual san Benito agrega: “de modo que nadie piense o diga que algo es suyo.” (RB 33, 6)
Según esto, la comunidad (monasterio) tiene los bienes necesarios para desenvolver su vida (RB 66,6-7), pero los monjes son individualmente pobres, ellos deben renunciar completamente a sus bienes al profesar definitivamente en el monasterio y procurar vivir de tal modo que erradiquen de sí mismos la tendencia a la apropiación:“(El que va a profesar) Si tiene bienes, distribúyalos a los pobres, o bien cédalos al monasterio… Y no guarde nada de todos esos bienes para sí, ya que sabe que desde aquel día no ha de tener dominio ni siquiera sobre su propio cuerpo.”(RB 58, 24-25). “En el monasterio se ha de cortar radicalmente este vicio (el de la propiedad privada)… ni tener en propiedad nada en absoluto… Si se sorprende a alguno que se complace en este pésimo vicio, amonésteselo una y otra vez.” (RB 33, 1.3.7)
Esta desapropiación, un tanto exterior a la persona, se profundiza en el corazón del monje con la segunda condición que establece san Benito: la dependencia del abad o sus representantes, y la no disponibilidad personal de bienes. “Que nadie se permita dar o recibir cosa alguna sin mandato del abad. (…) Todo lo necesario deben esperarlo del padre del monasterio, y no les está permitido tener nada que el abad no les haya dado o concedido.” (RB 33, 2.5). De este modo la vivencia de la pobreza se interioriza, se pasa del “no tener”, al “no ser”, si no me dan, pues necesito. Esto hace que el corazón se vuelva humilde, que recuerde que somos creaturas dependientes del amor de Dios, y se asegura que el monje practique la pobreza en el uso de los bienes del monasterio.
Del mismo modo que en la comunidad primitiva, en el monasterio no todos los monjes reciben lo mismo, sino que ahora el criterio para su asignación es la necesidad. San Benito es profundamente evangélico y considerado con las necesidades humanas: “Está escrito: Repartíase a cada uno de acuerdo a lo que necesita´ (Hch 4, 35). No decimos con esto que haya acepción de personas, no lo permita Dios, sino consideración de las flaquezas. Por eso, el que necesita menos, dé gracias a Dios y no se contriste; en cambio, el que necesita más, humíllese por su flaqueza y no se engría por la misericordia“(RB 34, 1-4).
El trabajo manual (RB 48), el servicio mutuo en múltiples tareas (RB 35), la participación generosa y entusiasta en la vida común (RB 5, 12), la atención y cuidado especial de los pobres, huéspedes y visitantes (RB 4, 14; 31, 9; 53, 15…), el trato cuidadoso de los objetos del monasterio (RB 32), etc., verifican la autenticidad de la búsqueda de Dios en el seguimiento pobre de Cristo pobre.
La tradición cisterciense, en su afán por vivir una vida monástica realmente contemplativa, enfatiza ciertos elementos que hacen a la configuración con Cristo pobre: el apartamiento efectivo de la vida secular mediante la soledad, el silencio y una vida oculta en el desierto; el trabajo preferentemente manual como base de la pobreza personal y comunitaria; la austeridad y sencillez de vida como expresión de unas relaciones simples y verdaderas con Dios, los hermanos y las cosas ; todo lo cual lleva a “ordenar la caridad”, es decir, a reordenar y concentrar las energías del monje para buscar y encontrar a Dios. “Quita lo superfluo y brotará lo saludable”, decía san Bernardo (SC 58,10). Quien es pobre de espíritu es modesto; valora los bienes, se sirve de ellos, pero no los acapara, ni es pretencioso. Su vida es frugal, abierta a los otros, y sabe privarse por ellos (RB 31, 12-13).
3.El camino:
Hacerse monje es abrazar una vida de conversión durante toda la existencia. Implica una vida pascual, con una fuerte dosis de renuncia, no solo al pecado, sino también a cosas legítimas como personas, ambientes, situaciones, comportamientos, costumbres… pero sobre todo, renuncia a sí mismo, para resucitar como criatura nueva en Cristo.
San Benito concreta el seguimiento de Cristo reelaborando los datos bíblicos en torno a dos actitudes existenciales que llevan a los monjes a ser pobres de espíritu: la humildad y el servicio a ejemplo de Cristo, quien se humilló a sí mismo (Filip 2,8) hasta tomar la condición de siervo (cfr. Fil 2,7), en el corazón de una vida ascética. El monasterio es para él una “escuela del servicio divino” (RB, prol, 45) donde se aprende a servir sirviendo, y el camino es descripto, principalmente en el capítulo 7º de la Regla sobre la humildad, como fenomenología pascual, humana y ascética del monje que, “despertando” a la realidad de Dios (RB 7, 10) le lleva a la experiencia del amor perfecto de hijo (RB 7, 67). La condición es caminar “no anteponiendo nada al amor de Cristo” (RB 4,21), a fin de llegar a practicar ese “buen celo” del amor servicial y humilde a los hermanos“ que nos separa de los vicios y conduce a todos juntos a Dios y a la vida eterna”. (RB 72)
- Momentos destacados:
– El despertar: Ser pobres es nuestra gran verdad; y paradojalmente nuestra gran riqueza. Descubrir la realidad de la grandeza de Dios vivo en comparación con todo lo “grande” que nosotros podamos ser, es descubrirnos infinitamente pequeños y “casi nada” ante Él. Esto nos sitúa en la verdad que somos: pequeños y pobres.
Desde un comienzo la espiritualidad cisterciense insiste en la necesidad de conocerse y aceptarse en la verdad que uno es. Duro y largo camino no exento de lágrimas…, pero sano y saludable como lo es el de la verdad. Este conocimiento forma el “piso” de nuestra pobreza. Para recorrer este camino hay que “entrar” en el propio corazón, allí “escuchar” lo que la conciencia nos dice iluminados por la Palabra, concientizando el don de Dios que somos por naturaleza, por historia y por gracia, pero también por la “desgracia” que lamentablemente también somos por el pecado.
El ambiente en que vivimos en el monasterio favorece esta vida de interioridad, de atención y discernimiento orante, por medio de los cuales uno aprende a conocer a Dios conociéndonos a nosotros mismos. Allí experimentamos nuestra miseria y descubrimos su misericordia; allí aprendemos a ser “mansos” y “misericordiosos” con los demás; allí brota la alabanza y la acción de gracias al saberse hijo perdonado. En una palabra, nos descubrimos salidos de la mano de Dios y pendientes de su misericordia. La vida es algo que nos es dado cada día. Ser pobre es esperarlo todo confiadamente de Dios.
En mi experiencia, el Espíritu Santo realiza este proceso en el corazón a partir de la confrontación personal que hacemos cotidianamente con dos grandes dimensiones de nuestra vida: la “disciplina cisterciense”, es decir, el conjunto de “ejercicios” diarios de la vida monástica tales como las vigilias, el ayuno, la oración, el trabajo… y “la vida comunitaria”. Ambas, a su modo, nos dicen quiénes somos y permiten a Dios decirnos qué y cómo quiere que seamos y hagamos. La oración iluminada por la Palabra y el acompañamiento espiritual, completan este proceso y nos llevan a ese conocimiento humilde y verdadero de sí, que caracteriza al pobre.
-El combate por la pobreza: No basta entrar al monasterio y vivir más o menos en un régimen austero y desprendido. La pobreza es un amor. Es una manera de buscar y hallar a Cristo identificándose con él en su pobreza. En otras palabras, es un ejercicio voluntario que compromete todo nuestro ser, especialmente la libertad, y que no sólo nos despoja de los bienes, del prestigio y del poder, sino que vacía el corazón renunciando al afecto inadecuado que podamos tener hacia estas realidades. La razón es que la pobreza por el reino de los cielos que propone Jesús relativiza todas las otras realidades humanas y reordena en un nuevo orden todas nuestras relaciones con ellas. Nos hace libres, aunque tengamos que sobrellevar sus consecuencias que también nos unen a Jesús pobre (RB, Prol. 40 – 41).
La posesión de bienes –del orden que ellos sean- nos prestan su utilidad y por lo general goce, poder relativo, admiración de los demás…; con ellos nos sentimos bien, nos creemos “más”. En definitiva, nos dan un mensaje: sí a la vida, no a la muerte. De aquí nuestra tendencia a absolutizarlos haciéndolos fines en lugar de medios, a fin de escapar al temor a la muerte que todos tenemos. La riqueza, la fama y el poder corren el peligro de hacernos creer que en nosotros y en los bienes está la vida, de aquí la advertencia de Jesús de ponernos en guardia contra ellos (Lc 12, 15ss.). Por otra parte, la “seguridad” del rico le cierra al prójimo y finalmente a Dios (Mt 6,24; Lc 16,13). El rico tiende a acaparar para sí, lo que es para todos; se insensibiliza frente a la necesidad del otro; le desprecia, domina, oprime…., sustituye orgullosamente a Dios por el propio “yo”; es el “orgullo de la vida”. En el fondo, pasamos a ser esclavos de nuestro egoísmo, esa “pasión madre” que nos hace amarnos por sobre todas las cosas y es origen de todo pecado. De aquí la necesidad de combatir en el propio corazón y en la conducta que llevamos, a fin de convertir los impulsos del deseo y “abrir la mano” al prójimo para compartir, y a Dios para pedirle el regalo de su misericordia. San Bernardo indicaba al “consentimiento” a la inspiración de la gracia, como el camino personal de santificación y gran tarea para alcanzar la unión con Cristo pobre. Contentarse con lo necesario y desprenderse gustosamente de lo superfluo, no buscar el propio prestigio ni el poder, sin buscar compensaciones, es el gran desafío (RB 55, 11).
-Desde la Eucaristía: La vida cristiana es trascendente, pero la vivimos ahora con Cristo oculta en Dios por medio de las cosas sencillas y ordinarias de todos los días (Col 3,1-4).El centro de la jornada monástica es la Eucaristía, y en ella diariamente Jesús nos toma y asimila a su donación pascual enriqueciéndonos con los frutos de su vida resucitada. De ella nace la inspiración, el impulso y el sostén de la vida pobre y sus consecuencias, que muchas veces son sufrientes y laboriosas. Considerarse sana y verdaderamente “menos” que los demás (Rm 12,10; RB 7, 51-54) y a la vez, honrarlos y servirlos ilimitadamente (Fil 2, 3b-4; RB 72,7), hace que la pobreza de Jesús sea palpable en su cuerpo, que es la comunidad monástica, y en el monje, que es su hijo y su hermano.
( Azul, 15/03/2015)