Fray Jorge Scampini O.P.
En los últimos años Communio ha dedicado uno de sus números al tema de la Iglesia y lo ha hecho considerando cada una de las propiedades que confiesa la fe eclesial (unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad). Una peculiaridad que no habrá pasado desapercibida a nuestros lectores, es que el orden de presentación de esas propiedades ha sido el inverso al que presenta el Símbolo de la fe, ya que nos hemos detenido en primer lugar en la apostolicidad (2012), luego en la catolicidad (2013), en tercer lugar en la santidad (2014) y, por último, en este número, concluyendo la serie, nos ocupamos de la unidad. Desconozco cuáles han sido las razones que llevaron a Communio a elegir este recorrido.
Si las propiedades no son afirmaciones yuxtapuestas sino la expresión de la naturaleza íntima del misterio de la Iglesia, y por lo tanto se identifican con él, el orden tradicional en que han sido enunciadas tiene sin lugar a dudas una lógica. Creo que no es difícil descubrirla. Tiene sentido que después de haber afirmado la fe en “un solo Dios Padre Todopoderoso”, y en “un solo Señor Jesucristo, hijo único de Dios”, al momento de confesar nuestra fe en el Espíritu Santo que procede de ambos, afirmemos creer en una sola Iglesia, así como reconocemos un solo bautismo que nos incorpora a ella y que, al hacernos participar del único misterio de muerte y resurrección del único Señor Jesucristo, nos hace renacer a la vida nueva de los hijos de Dios. Esta visión se arraiga en aquella que el autor de la carta a los Efesios recordaba a sus destinatarios, cuando les pedía que conservaran la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz: “un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos” (Ef 4,4-6). Participando del misterio de unidad del único Dios, participamos de su misma santidad, ordenada a restaurar en su plenitud todo lo creado en su rica diversidad que, como hemos visto oportunamente, es lo que busca realizar la Iglesia en su catolicidad. En ese marco todo ministerio eclesial, tanto de los sellados por el sacramento del orden como de aquellos que han sido ungidos con el sacerdocio bautismal, y que se conservan en la comunión de la fe y la vida sacramental recibida de los Apóstoles, está ordenado al servicio del único plan de salvación de Dios.
Si esa es la lógica del orden tradicional, la pregunta que surge es: ¿cuál es la lógica del orden elegido por Communio? Como decíamos al inicio, las motivaciones de la decisión se nos escapan, pero podemos ensayar una respuesta. Si el orden tradicional sigue una secuencia por así decir ‘descendente’, que parte de la unidad y la santidad de Dios para pasar luego a su realización en la creación, la secuencia seguida por Communio muestra en cambio un camino ‘ascendente’: desde la fidelidad de la Iglesia en sus mediaciones al servicio de la fe y la vida sacramental (apostolicidad), mantenida siempre viva no sólo para sí, sino para que toda la creación alcance su plena realización en Cristo (catolicidad), es posible pasar a las razones más profundas de ese proyecto, es decir, la vocación de participar en el misterio de santidad y unidad de Dios. Esa es ciertamente la meta escatológica de la Iglesia, cuando todo será plenamente reconciliado, o como afirmaba Pablo:“donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos” (Col 3,11). Una meta que se hace presente ya en el camino histórico de la Iglesia, en el que ella debe dejar transparentar la santidad y la unidad del único Señor.
Si tenemos en cuenta estos dos posibles caminos, la unidad se encuentra entonces en el origen de la Iglesia siendo, al mismo tiempo, su meta y plena realización. La Iglesia viene del único Dios y camina hacia una consumación definitiva en Él, realizando su servicio en la historia como signo o instrumento de ese proyecto de unidad.
Teniendo en cuenta esto es necesario dar un paso, profundizando en lo que implica ese misterio de unidad contemplado desde nuestra fe en Dios y nuestra visión de la humanidad, en el modo en que la unidad debe expresarse, en lo que atenta contra ella y, por último, en los medios e iniciativas suscitados en nuestro tiempo por el Espíritu para sanar las heridas de la división.
“Creemos en un solo Dios…”, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Si la unidad y unicidad de la Iglesia provienen de Dios, ayudan a su comprensión las diferentes imágenes de la Iglesia que ofrece la Sagrada Escritura, recogidas por los Padres de la Iglesia y más recientemente puestas de relieve por el Magisterio eclesial.[1] En efecto, parafraseando el Concilio Vaticano II, y poniendo en relación a la Iglesia con el misterio de la Santísima Trinidad, podemos decir que la Iglesia es el único Pueblo de Dios, el único Cuerpo de Cristo, siendo al mismo tiempo su Esposa, y el único Templo del Espíritu.[2] Esas imágenes no sólo afirman algo relativo a la unidad y unicidad de la Iglesia sino también a la peculiaridad de la unidad del Dios de los cristianos.
En efecto, la unidad de Dios, en su infinita simplicidad, no es una unidad como aquella que los filósofos griegos, en una profunda mirada metafísica, han llegado a afirmar del primero de los seres, aquel que es subsistente por sí mismo. De acuerdo a la revelación, y como recordamos a diario en la oración de la Iglesia, es la unidad del Dios Uno y Trino, comunión de personas. Por eso es necesario evitar todo riesgo de reducir la unidad de la Iglesia a una comprensión natural, como la unidad que percibimos en las cosas creadas. Si el fundamento más profundo de la unidad de la Iglesia se encuentra en la unidad de Dios, a imagen de ella se debe realizar la unidad de la Iglesia: una unidad perfecta de sujetos personales.
La relación de la Iglesia con el misterio de la Santísima Trinidad se da diversos modos. En primer lugar, la Iglesia “viene” de la Trinidad, su origen es trinitario, ya que ella se inscribe en el movimiento de autocomunicación de Dios desplegado en la historia por la misión del Hijo y del Espíritu. Esto permite hablar de la Iglesia como de una Ecclesia de trinitate.[3] Al mismo tiempo, la Iglesia se estructura a imagen de la Trinidad, porque la Trinidad es su modelo supremo y el principio del misterio de su unidad.[4] En este sentido la Iglesia es una Ecclesia in trinitate, razón por la cual autores contemporáneos hablan de la Iglesia como icono de la Trinidad. Y, por último, la Iglesia camina hacia el cumplimiento trinitario de la historia cuya meta es la Trinidad,[5] caminando hacia el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, hasta el día en “Dios sea todo en todos” (1 Co 15,28). Ella es, pues, una Ecclesia in trinitatem.
Sobre ese fundamento trinitario, la tendencia actual en el Magisterio y en la teología es hablar de la Iglesia como “comunión”, para expresar una unidad verdaderamente “católica”, es decir una unidad que se realiza por plenitud, y no por una reducción a la uniformidad. En efecto, la Iglesia está llamada a asumir en el misterio de su unidad la riquísima diversidad de expresiones en la fe, de vida litúrgica, de espiritualidad, de santidad encarnada. Un testimonio de todo ello lo encontramos a lo largo de la historia como expresión de la acción del Espíritu.
La única humanidad creada por Dios
Pero la vocación y la misión de la Iglesia no se explican en sí mismas. Participando de las misiones de las personas divinas, la Iglesia está llamada a continuar la misión del Hijo animada siempre por el Espíritu. Por eso es posible afirmar que la unidad del único Dios sale al encuentro de una aspiración humana a la unidad. Solemos hablar de un único género humano, reconociendo algo común en cada varón y mujer de todo tiempo y lugar, fundados en la convicción de su igualdad de origen, de dignidad y de vocación. Esa unidad de la humanidad no se realiza por fusión, diluyendo la identidad de cada uno, como intentaron imponerlo los totalitarismos de diverso signo del siglo pasado. Atendiendo a las diferencias culturales, algunos señalan hoy que la humanidad es “plural”. Pero la defensa del lugar original y propio de cada ser humano tampoco puede convertirse en una cuestión accidental, relativa, como parecen proponerlo los modelos culturales reinantes, con su individualismo exacerbado. Si la dignidad y la plenitud de cada ser humano no se realizan a expensas del reconocimiento de su propia originalidad, tampoco se las logra sacrificando los vínculos naturales más genuinos que nos permiten crecer como seres responsables en el seno de una familia y de la comunidad humana en sus diversos niveles. La unidad que cuadra a la naturaleza y dignidad de los seres humanos es, pues, una unidad entre personas. Pero, ¿cómo se logra esto?
En la existencia social la unidad procede de un objeto admitido y de un fin querido por varios. El objeto y el fin buscados crean la unidad entre los miembros a medida que el vínculo que ellos constituyen es interiorizado, personalizado, asimilado por los principios personales de vida, y de esta forma se progresa en las formas de vida social que van desde la simple sociedad por presión externa y desde la simple asociación hasta la comunidad y la comunión que nos permite alcanzar la definitiva unidad plena y perfecta. Esto último interesa para comprender la unidad de la Iglesia, ya que la humanidad es su causa material, el barro frágil del que ha sido modelado el Cuerpo de Cristo y construido el templo de Espíritu.
El orden de la creación y el orden de la redención y el misterio de la Iglesia
Los dos aspectos que acabamos de presentar (la unidad del Dios de los cristianos como comunión de personas y el modo de comprender la unidad del género humano), se relacionan con la visión cristiana que señala una clara correspondencia entre el orden de la creación y el orden de la redención. No es extraño que al aplicar esto al misterio de la Iglesia, desde el tiempo de los Padres, la Iglesia haya sido comprendida, según los casos, sea en perspectiva protológica, como el “Paraíso recuperado”, sea en perspectiva escatológica, como anticipo de la realización definitiva del Reino, cuando “Dios será todo en todos” (1 Co 15,28).
En realidad, esas dos perspectivas son complementarias y explican el misterio de la Iglesia en una tensión recíproca. El Dios poseído, y que nos poseerá perfectamente, es el principio, interior a cada uno y común a todos, de nuestra comunión. Esa comunión se prepara y comienza en el nuevo Pueblo de Dios itinerante aún en la tierra, primicia de la humanidad redimida, y en camino hacia la patria. Esta condición se caracteriza por un “ya” y un “todavía no” ambos plenamente verdaderos.
La comunión como participación
Lo que acabamos de afirmar se debe relacionar con algo dicho previamente y de lo que es necesario sacar las consecuencias eclesiológicas. En efecto, hemos señalado que en la existencia social la unidad procede de un objeto admitido y de un fin querido por varios. Esta constatación, junto al arraigo trinitario, también invita a pensar la Iglesia como “comunión”. En esta línea es posible sostener que la Iglesia es una “comunión”, porque un gran número de personas posee en común las mismas realidades espirituales como el contenido de su vida, de sus convicciones, de su amor.
Si nos adentramos en la etimología de la palabra “comunión” descubrimos las riquezas implicadas en ella y los horizontes que se abren para nuestra comprensión de la Iglesia y de su unidad.[6] Communio, palabra del vocabulario cristiano, ha buscado traducir al latín el término griego koinonía, presente en el Nuevo Testamento.
La palabra communio no es la conjunción de cum y unio, como muchas veces se cree, sino que proviene de communis, cuyo origen es cum munus y expresa la idea de una carga común. Por eso el que está exento de ella o excluido es inmunis, de allí el sentido de “inmunidad”. Esa acepción tiene un valor nada relativo. Es algo grande el estar llamados a la misma tarea, al mismo combate, y esto exige una amplitud de mirada y de corazón capaz de sanar y superar todo interés mezquino. Pero el término griego koinônia, en su contexto bíblico, dice mucho más.
Koinonia expresa la unión profunda de los creyentes entre sí, con los apóstoles, con las Personas divinas,[7] porque participan en las mismas realidades, en el mismo Evangelio (Flp 1,5), en la misma fe (Flm 6), en el mismo Pan (1 Co 10,16-17). Porque hay participación en el mismo bien existe entre los fieles una unidad que, lejos de confundir las personas, las constituye y las colma de vida. Así la comunión significa a la vez unicidad absoluta del principio del que uno vive, el carácter personal y la realidad profundamente común de esa vida.
Ahora bien, todo eso nos es transmitido, entregado, desde el evento fundante, es decir, la Encarnación salvífica de Jesucristo. El Padre nos lo ha entregado (Rm 8,32), y Él mismo se nos ha dado como el verdadero Pan de vida, bajo la doble forma de la Palabra y -porque el Verbo se hizo “carne”- del sacramento.[8] Y Él debe estar con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28,20). Los bienes en los que participamos, y que son los principios de nuestra comunión, han tomado forma histórica: Palabra de Dios en palabras humanas; cuerpo y sangre del Dios encarnado en los elementos frágiles y cotidianos del pan y del vino. Estamos unidos al Verbo de vida, absoluta y propiamente divino, pero por mediaciones que vienen de este mundo. Eso explica por qué la comunión eclesial es visible, adquiriendo una forma sacramental. Así lo ha reconocido el Concilio Vaticano II: “[…]la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”.
Esa visión de una Iglesia concebida como “sacramento” explica los niveles en que se realiza y expresa la unidad así como los ámbitos en que esta puede ser herida.
La unidad de la Iglesia es una unidad ‘visible’
Desde una perspectiva sacramental es posible distinguir en el misterio de la Iglesia dos aspectos indisociables: por una parte la unidad de gracia, es decir, de la realidad interiorizada, que permanecerá más allá del peregrinar histórico; y, por otra, los medios externos que pasarán, y cuya misión es conducir a la unidad y vivir ya la unidad. Esos medios son los enunciados doctrinales, los preceptos de acción, los sacramentos, la autoridad pastoral.[9]
Si es cierto que los medios están llamados a desaparecer, porque hacen a la dimensión histórica de la Iglesia, es necesario sin embargo una cierta homogeneidad y continuidad entre el medio y la realidad. Para ello se debe tener siempre presente la identidad del principio: Cristo instituyó y garantiza el medio, obra a través de él aquello de lo que Él mismo es la fuente permanente en el estado de término. Lo ideal es obtener la plenitud de la realidad íntima utilizando la plenitud de los medios dispuestos por Dios para procurarla. Por lo tanto, la unidad debe ser una unidad carnal/visible al mismo tiempo que espiritual/interior. Sólo así la unidad de la Iglesia es plena. Es una unidad de comunión espiritual o de gracia de salvación y, de manera simultánea, una unidad en los medios que procuran esa vida y esa salvación.
La necesidad de que los dos aspectos se den conjuntamente para garantizar la plenitud de comunión en la Iglesia, no significa que no sólo sea posible distinguirlos sino que, además ¡más trágico aún!, pueden disociarse. La realidad histórica de la Iglesia entraña la posibilidad de una distancia, incluso de una separación, entre el plano de los medios y el de la realidad interior. Si en Cristo, mediador y Cabeza de la humanidad, ambos aspectos coinciden, identificándose la santidad y la mediación; en la Iglesia, en cambio, siendo sólo mediación, los dos aspectos no coinciden.
Indudablemente, la comunión más profunda de la Iglesia se da en la realidad interior, en el misterio de la gracia como participación en el misterio de la vida divina. Pero esa comunión se nos escapa; como realidad sobrenatural no es perceptible a la mirada humana. Si la unidad de la Iglesia fuera sólo espiritual, esa unidad sería invisible y pondría en riesgo el valor significante de la Iglesia. De allí la importancia de la realización de los dos niveles, el espiritual/interior y el visible. Esa es la razón que explica por qué, al considerar en teología la unidad de la Iglesia, ocupe un espacio tan grande el ámbito de los medios, de la unidad externa; es el único aspecto que podemos asegurar y constatar. Por eso uno se detiene habitualmente en los enunciados de fe; los preceptos; los signos sacramentales; la sumisión a la autoridad. Es cierto que es posible llegar a la vida profunda de la gracia sin pasar por esos medios, pero esa comunión de gracia sólo sería perceptible para Dios.
A partir de Roberto Bellarmino, la teología occidental fijó la realización visible de la unidad en un triple vínculo: el vínculo simbólico o de profesión de fe; el vínculo sacramental/litúrgico; y el vínculo social/jerárquico, que expresa la unidad en la vida social. Se ha querido ver un fundamento de esta realización de la unidad en la primitiva comunidad cristiana, tal como la describe el libro de los Hechos (cf. 2,42-44), donde aparecerían esbozadas las tres dimensiones: unidad en la aceptación de la enseñanza de los apóstoles; unidad en el plano social (pan cotidiano y eucaristía); unión en el culto. El Concilio Vaticano II, por su parte, ha retomado esta misma visión.
De acuerdo a ella, esas tres dimensiones pueden vivirse sólo en el plano externo o en el plano externo y en el interno, donde la unidad alcanza su plenitud. La eclesiología de comunión, tal como la ha esbozado el Concilio Vaticano II, preconiza una comprensión concéntrica y circular de la comunión eclesial, en clave de gradualidad, calificada como “plena”, “íntegra”, “no plena”, “no perfecta”, “gradual”, “defectuosa”, “en varios modos”…; así como con una serie de expresiones de carácter dinámico como “ordenación”, “orientación”, “incorporación” y “pertenencia”.[10]En LG 14 se explicitan los tres vínculos de pertenencia a la Iglesia católica.
La Iglesia se constituye por la fe y los sacramentos de la fe
La fe y los sacramentos constituyen, fundan y causan la Iglesia y, por tanto, disciernen dónde está la Iglesia como tal. Esto lo afirmaba ya santo Tomás de Aquino cuando sostenía que “la Iglesia se constituye, se fabrica, se funda, se instituye y se consagra por la fe y por los sacramentos”.[11]
La ‘profesión de fe’ o ‘confesión de fe’ es una expresión inspirada en Rm 10,9. Un texto paulino donde se explicita la unidad de los dos aspectos de la adhesión personal a Cristo implicados en la fe: los labios –profesión externa- y el corazón –dimensión interna-, que comportan un doble efecto equivalente que son la justicia y la salvación. Esta profesión comporta una referencia central al Símbolo de la fe o ‘Credo’, donde se cristaliza la fe eclesial que cada creyente está llamado a hacer suya. El hecho de que tradicionalmente se haya hablado de ‘símbolo de la fe’ apunta además a su género literario que expresa una realidad que va más allá: el misterio inefable de Dios, ya que la fe no se reduce al enunciado sino a su realidad última.[12]
El vínculo litúrgico o sacramental pone de manifiesto, por su parte, el carácter central del bautismo y la Eucaristía como “sacramentos principales”, ya que ambos son simbolizados por el agua y la sangre surgidas del costado del crucificado, según la comprensión tradicional patrístico-medieval de Jn 19,34,[13] retomada por el Vaticano II.[14] De ahí la profunda conexión entre ambos sacramentos que lleva a observar a santo Tomás que el bautismo está penetrado todo él por el “deseo objetivo” de la Eucaristía,[15] ya que el bautismo se ordena a la Eucaristía.[16]
El carácter central del bautismo como incorporación a la Iglesia es un dato constante de la fe cristiana recogido por el Concilio de Florencia así: “el Bautismo es la puerta de la vida espiritual pues por él nos hacemos miembros de Cristo y del cuerpo de la Iglesia”.[17] El Vaticano II, en esta misma línea, saca consecuencias eclesiológicas,al subrayar además que el bautismo es vínculo sacramental de unidad y origen también de una “cierta comunión” entre los todos cristianos.[18]
Por su parte el sacramento de la Eucaristía va ligado a la pertenencia a la Iglesia y en la tradición medieval encontró una feliz formulación en la triple comprensión del “Cuerpo místico” visto así: “el cuerpo personal del Señor se da en la Eucaristía para formar como único efecto la Iglesia”.[19] Esta perspectiva está presente en el Vaticano II el cual se orienta hacia una eclesiología eucarística como expresión de la centralidad de la Eucaristía que “hace y realiza” la Iglesia.[20]
Ministerios al servicio de la comunión eclesial
El ministerio pastoral, constituido por los “pastores elegidos para pastorear como ministros”,[21] asegura en la Iglesia el “vínculo de comunión o jerárquico” de la Iglesia,[22] ejercido por el Papa y los obispos con los presbíteros “cooperadores del orden episcopal”,[23] cuya finalidad es “la concordia fraterna”.[24] Por esta razón “esta función que el Señor ha confiado a sus pastores de su pueblo es un verdadero servicio, que las sagradas Escrituras califican como ‘diakonía’ o ministerio”.[25]
Este tercer vínculo, a diferencia de los dos primeros, no es causa o fundamento de la Iglesia, sino que su función es de testimonio, condición y servicio. De ahí que la tradición teológica formulara que la Iglesia es “servidora” del objeto de la fe y, por tanto, condición y no causa del asentimiento de fe. Esa ordenación del ministerio pastoral a los otros dos vínculos es fundamental para descubrir el papel que representa la autoridad en la Iglesia. Sobre todo cuando un acercamiento exclusivamente institucional pudo llevar a interpretar esa autoridad con categorías humanas. El Concilio Vaticano II, al recordar los tres aspectos comprendidos en el ministerio episcopal, ha señalado en primer lugar la enseñanza; en segundo lugar la santificación del Pueblo de Dios a través del servicio sacerdotal; y, por último, el apacentar al pueblo que le ha sido confiado.[26]De lo que se desprende con toda claridad cómo el gobierno eclesial está ordenado todo él al servicio de la fe y la santificación del Pueblo de Dios.
Una unidad siempre frágil a causa del pecado del ser humano
Si la unidad de la Iglesia representa todo lo que hemos desarrollado hasta ahora, ella es un don cuyo origen sólo está en Dios. Sin embargo, esa realidad puede romperse a causa del pecado de los seres humanos tanto en el plano interno como en el externo, o en ambos al mismo tiempo. Y cuando esa ruptura se da en el ámbito externo, puede afectar a cualquiera de los tres vínculos. Cuando se trata de una ruptura en el ámbito de la fe, se ha hablado de “herejía”;cuando se rompe la comunión jerárquica, por una falta de caridad, estamos ante un “cisma”. Ambas rupturas se significan, se expresan, en la pérdida de la comunión sacramental. Visto en perspectiva histórica es posible reconocer una evolución en la aplicación de los conceptos de “herejía” y “cisma”, en cuanto a su aspecto moral: Aquellos que conducen a la ruptura se consideran en una actitud pecaminosa, ya que no hay nada más contrario a la voluntad de Cristo, a aquello por lo cual Él oró la noche antes de su pasión, que atentar contra la unidad de la Iglesia. Si eso es cierto, también lo es que no es posible aplicar esa misma carga moral a quienes, sin culpa de su parte, han nacido en una situación consumada. En este aspecto el Concilio Vaticano II ha ofrecido una nueva mirada.
Para referirse a la situación de los cristianos separados y a su relación con la Iglesia católica, la eclesiología conciliar habla de diversos grados de comunión. Los católicos serían aquellos que gozan, sin mérito de su parte, de la plenitud de los tres vínculos citados (fe, sacramentos, comunión socio-jerárquica). Por eso se afirma que la unidad de la Iglesia “subsiste” de manera inquebrantable en la Iglesia católica.[27] Los cristianos no católicos, en cambio, se consideran como aquellos que no gozan de esos medios “en su integridad”, si bien en ellos se encuentran “muchos elementos de verdad y santidad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen a hacia la unidad católica”[28], capaces de estructurar verdaderas iglesias y comunidades eclesiales.
Sin duda que entre esos elementos, como hemos dicho, representa un papel decisivo el único bautismo, vínculo sacramental de comunión entre todos los cristianos, el cual por las divergencias en la profesión de la fe, en la comprensión de los sacramentos o en la falta de comunión en los ministerios, no puede ser significado aún en la única Eucaristía. Esta situación histórica ha llevado a la Iglesia católica a afirmar que entre los cristianos divididos hay una comunión real aunque imperfecta. El paso de esa comunión no plena a la plena comunión explica la visión católica del movimiento ecuménico, como un camino de conversión a la unidad querida por Cristo para su Iglesia.
La unidad un don a pedir y una tarea a realizar
Llegamos así al último paso de esta presentación: el camino hacia la plena unidad de los cristianos. El fin, de acuerdo a la visión católica, del movimiento ecuménico, y en vista de lo cual la Iglesia católica ora y trabaja, especialmente en el ámbito de los diálogos teológicos, para clarificar y, en la medida de lo posible, superar las divergencias doctrinales que impiden aún una plena comunión en la fe. Los últimos cincuenta años dan testimonio de ese camino recorrido, incluso si la meta aún parece lejana.
Respecto a este tema, el director de Communio me ha pedido un testimonio personal que exprese de alguna manera lo que significa el trabajo por la unidad de los cristianos. Debo reconocer que algo semejante me produce cierto pudor, sobre todo cuando uno es consciente de lo que ese servicio exige: conversión al misterio de la Iglesia en toda su anchura, profundidad y altura; la coherencia de servir a la unidad no sólo ante las fracturas consumadas sino también en las posibles tensiones no resueltas al interior de la misma Iglesia católica; reconocer todo los dones que el Espíritu suscita libremente en diferentes ámbitos y que hace necesario aceptar que al interior mismo de la unidad hay espacio para la diversidad; el reconocimiento de que la unidad es un don, por lo cual debe ser pedido en una oración de pobreza que participe en el misterio de la oración del mismo Jesús; la paciencia y constancia para trabajar en una obra que es realizada por la providencia de Dios, con sus propios tiempos y medios; y, en mi caso personal, la necesidad de invertir tiempo y energías en un conocimiento más profundo de la Iglesia y de su enseñanza y en un conocimiento más profundo de las otras iglesias y comunidades de modo tal de contribuir de modo positivo en los diferentes diálogos teológicos en los cuales se me ha pedido participar. Dicho esto quisiera expresar ese testimonio personal con dos textos que reflejan dos momentos, dos etapas, de ese camino personal.
El primero de los textos pertenece a Y. Congar, al inicio de su libro Cristianos desunidos (1937), primer ensayo teológico en campo católico que procuraba dar las bases para una apertura de la Iglesia católica al movimiento ecuménico. Las palabras prácticamente iniciales del libro me marcaron definitivamente hace más de treinta años. Luego de referirse a las divisiones de los cristianos, Congar constata: “Sin embargo, Cristo murió ‘para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos’ (Jn 11,52)”; y el autor, después de citar Jn17,11.15-23, concluye:
“No podemos, por lo tanto, permanecer indiferentes ante nuestras divisiones. Ciertamente, sólo Dios puede reedificar Jerusalén y reunir a los dispersos de Israel. Pero, si sólo Dios puede hacer lo que supera toda posibilidad humana, también es cierto que no prescinde de las creaturas en su acción, y que lo que se haga, aun siendo obra de Dios, será hecho por los hombres. Tenemos, pues, que hacer algo y, al menos, prepararnos verdaderamente a ser instrumentos de Dios el día en que a Él le plazca hacernos misericordia. Si no tenemos el poder de realizar una obra divina, tenemos al menos el de bosquejarla torpemente. No es seguro que lo que nosotros podamos emprender sea bendecido por Dios, que Dios lo revista de eficacia y poder; pero es seguro, en cualquier hipótesis, que, si no hacemos nada, nada se hará; que si no cambiamos nada, nada cambiará. Y podemos tener como dirigida a nosotros la pregunta que Bessarión hacía a los miembros de la Iglesia griega: ‘Cuando Dios, que bajó del cielo para congregarnos en la unidad de un solo rebaño, que con ese fin se encarnó y fue crucificado, nos pida cuentas de esta ruptura con nuestros hermanos, ¿qué le responderemos?’
El que una vez ha sentido la angustia de la unidad que es preciso reconquistar ha perdido el derecho a no llegar hasta el límite de su lealtad, de sus esfuerzos, de su coraje y del absoluto en la entrega de sí mismo”.[29]
Sabemos las energías invertidas por Congar en esa obra, a pesar de tantas dificultades vividas en los años posteriores a la publicación a ese primer libro y, prácticamente, hasta la celebración del Concilio Vaticano II. Sin embargo, como resultado de otros caminos personales, la Iglesia católica hizo suya la causa ecuménica con un compromiso definido como ‘irrevocable”.
La unidad de los cristianos no es algo accidental en la vida de la Iglesia sino que concierne a su mismo misterio. Y, para poner de relieve esto, quisiera reproducir en este caso un texto de Juan Pablo II:
“Jesús mismo antes de su Pasión rogó para «que todos sean uno» (Jn 17,21). Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape.
En efecto, la unidad dada por el Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas personas que se suman unas a otras. Es una unidad constituida por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos y de la comunión jerárquica. Los fieles son uno porque, en el Espíritu, están en la comunión del Hijo y, en El, en su comunión con el Padre: «Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1 Jn 1,3). Así pues, para la Iglesia católica, la comunión de los cristianos no es más que la manifestación en ellos de la gracia por medio de la cual Dios los hace partícipes de su propia comunión, que es su vida eterna. Las palabras de Cristo «que todos sean uno» son pues la oración dirigida al Padre para que su designio se cumpla plenamente, de modo que brille a los ojos de todos «cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas» (Ef 3,9). Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad. Este es el significado de la oración de Cristo: «Ut unumsint».[30]
Reconocer la importancia de la unidad de la Iglesia y, en consecuencia, la necesidad de superar las divisiones históricas, suponen un conocimiento del misterio de la Iglesia, tal como Dios la quiere, y un amor hacia ella proporcionado a esa visión. Ciertamente la Iglesia de Cristo “subsiste en” la Iglesia católica, porque a ella le han sido confiados todos los medios de salvación. Pero esa seguridad, lejos de retraer a los católicos en la comodidad de la propia Iglesia y la indiferencia ante la división de los cristianos, debe llevarlos más allá de sí mismos. Si la Iglesia católica posee la plenitud de los medios de salvación, entre ellos se encuentra el ministerio de unidad, ejercido por Pedro. Ese ministerio, en fidelidad al testimonio de la Escritura, no debe ejercerse como una fuerza de dominación, sino como un dinamismo de amor que sale al encuentro, porque a Pedro pertenece el tender la mano “en señal de comunión” (Ga 2,9). En las últimas décadas no han faltado signos elocuentes por parte de los sucesivos papas que han graficado esta actitud. Pero esos gestos, lejos de ser exclusivos del sucesor de Pedro, procuran ser ejemplares para toda la comunidad eclesial.
[1] Cf. LG 6-7.
[2]Cf. LG 17; PO 1.
[3] Cf. LG 2-4; y, en la misma línea, GS 40.
[4] Cf. UR 2.
[5] Cf. LG 17.
[6] Cf. Y. Congar, “Trabajo teológico y comunión, en Communio sanctorum. Mélangesofferts à J.J. von Allmen, Labor et Fides,Ginebra, 1982, 19-24.
[7] Con Dios (1 Jn 1,6), con Cristo (1 Co 1,9; 10,16; Fil. 3,10), con el Espíritu Santo (2 Co 13,13; Fil 2,1).
[8]Cf. Y. Congar, “Les deux formes du Pain de vie dansl’Evangile et dans la Tradition”, en Sacerdoce et Laïcatdevantleurstâchesd’evangélisation et de civilisation, Paris, 1962, p. 123-159.
[9] Cf. Y. Congar, “Propiedades esenciales de la Iglesia”, en Mysteriumsalutis IV/1, Cristiandad, Madrid, 1973, 385ss.
[10]Cf. LG 13-16; UR 2-4.14.17.22; OE 30.
[11]STh III, q. 64, a. 2, ad 3.
[12] Conforme a la afirmación de santo Tomás de Aquino: “actuscredenditerminatur non in enuntiabile sed ad rem (STh II-II, q.1, a. 2, ad 2).
[13] Desde Juan Crisóstomo pasando por Agustín, Tomás de Aquino y el mismo Concilio de Vienne del año 1331 (DH 901).
[14]SC 5 y LG 3.
[15]STh III, q. 79, a. 1, ad 1; q. 80, a. 11.
[16]III, q. 73, a. 3.
[17]DH 1314.
[18]Cf. UR 2.3.22.23; LG 15.
[19] Según una bella expresión de Amalario de Metz (siglo IX).
[20] Cf. SC 41; LG 3.7.11.26.48; CD 11; Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, cap. II.
[21]LG 21.
[22]LG 14.
[23]LG 28.
[24] Cf. UR 2.
[25]LG 24, cf. LG 20.28; CD, 30; PO 9; AA 1.
[26] Cf. LG 25-27.
[27] Cf. UR 4.
[28]LG 8; cf. LG 14; UR 3.
[29] Y.M. Congar, Cristianos desunidos. Principios de un ‘ecumenismo’ católico, Verbo Divino, Estella, 1967, 24s.
[30] Juan Pablo II, UUS 9.