2014 NoviembreLiteratura y FeSociedad

El más extraño de todos los hombres

Por Ignacio J. Navarro [1]

Nadie sabe del todo lo que le ha sido dado escribir[2]

“Literatura y Fe” (o arte o hecho estético y fe) plantea la posibilidad de un diálogo que implica un sinnúmero de cuestiones imposibles de tratar aquí. Presentaremos, pues, más bien una suerte de ejercicio de ese diálogo. Lo haremos a partir de algunos textos de Jorge Luis Borges. El poeta argentino reviste un interés teológico único, rico, extenso y complejo. Aquí nos atendremos a algo muy simple: una mirada dirigida a la figura de Jesús tal como él la hace aparecer en su obra. Subrayemos algo: más que las observaciones o comentarios que presentaremos aquí, lo que quizás pueda ser de mayor interés sean las citas, los textos de Borges que acercaremos casi a modo de antología. Hay muchos más acerca de cuestiones teológicas, bíblicas o referidos a Cristo. Los que exponemos aquí, no obstante, son emblemáticos y suficientes como para hacerse una idea de cómo aparece Jesús en la voz del escritor argentino.

Todos sabemos que Borges era de una sensibilidad especialísima para la lectura y que se jactaba más de los libros que había leído que de los libros que había escrito[3]. Un libro, como toda forma estética, es espíritu y lenguaje. Borges tenía una capacidad singular para percibir en el lenguaje ese espíritu, para advertir desde dónde había surgido un texto, para juzgar de su “sinceridad” o “falsedad”, para saber si era un puro artificio verbal o si había brotado de una necesidad, o de las emociones de una experiencia. En una oportunidad dijo que un libro o una obra nos debe dar la certeza de un hombre.

No se puede soslayar, entonces, a la luz de esto, la precedencia que siempre le dio a la Biblia como texto superior, y el uso constante que hizo de ella a lo largo de toda su obra, interpolando párrafos bíblicos en sus escritos[4]. Comentando a Pascal, se siente muy impresionado (“físicamente”, dice) por una frase, y anota: pensé que esa exclamación era de origen bíblico[5]. Es decir que sabe que cierto vigor expresivo de lo profundo del ser humano, halla una forma particularmente apropiada y certera en la Biblia. Pero esto le ocurrió sobre todo con el Evangelio. En el estudio que dedica a Leopoldo Lugones, comentando elogiosamente Filosofícula, dice, sin embargo, en un determinado momento: En cambio, es difícil aprobar las parábolas en las que aparece Cristo; imaginar una sola frase que sin desdoro pueda soportar la proximidad de las que han conservado los evangelios, excede, acaso, la capacidad de la literatura[6].

En el prólogo que escribió para la Obra Crítica de Pedro Henríquez Ureña, plantea la dificultad de comunicar lo que ha significado plenamente un maestro y no tan sólo sus palabras o doctrinas: Maestro es quien enseña con el ejemplo una manera de tratar con las cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el incesante y vario universo. La enseñanza dispone de muchos medios; la palabra directa no es más que uno. Quien haya recorrido con fervor los diálogos socráticos, las Analectas de Confucio o los libros canónicos que registran las palabras y sentencias del Buddha, se habrá sentido defraudado más de una vez; la oscuridad o la trivialidad de tal o cual dictamen, piadosamente recogido por los discípulos, le habrá parecido incompatible con la fama de esas palabras, que resonaron, y siguen resonando, en lo cóncavo del espacio y del tiempo. (Que yo recuerde, los evangelios nos ofrecen la única excepción a esta regla)[7].

Dentro de esta valoración del texto bíblico, particularmente del evangélico, a Borges le interesaba de modo especial la manera de hablar de Jesús[8]: Nos ha dejado espléndidas metáforas[9]. Una vez, en sus cursos de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, se refirió así a este tema: Cristo se expresa a sí mismo por parábolas, es decir, por poemas. Cristo dice, por ejemplo: “Yo no he venido a traer la paz sino…”, y el entendimiento abstracto esperaría: “Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra”. Pero Cristo, que es un poeta, dice: “Yo no he venido a traer la paz, sino la espada”. Cuando están por lapidar a una mujer adúltera, él no dice que esa ley es injusta, él escribe unas palabras en la arena, sin duda las palabras de esa ley. Luego las borra, anticipándose a aquello de que “la letra mata y el espíritu vivifica”. Y dice: “El que esté sin culpa que arroje la primera piedra”. Es decir, usa siempre ejemplos concretos, es decir, ejemplos poéticos[10]. También está esta frase, semejante: Nunca usó argumentos; la forma natural de su pensamiento era la metáfora[11]. En el cuarto y último volumen de diálogos con el periodista Osvaldo Ferrari, dice lo siguiente: Nadie ha encontrado imágenes tan extraordinarias como las de Cristo; imágenes que al cabo de dos mil años siguen siendo asombrosas […] el estilo de Cristo es un estilo extraordinario. De modo más personal: Yo me he criado oyendo los Evangelios… creo que son los libros más extraordinarios del mundo. De modo más general: Jesús no se expresa por razones sino por parábolas; esas parábolas son obras de arte[12].

Conversando una vez en una entrevista de radio, le pidieron que nombrara a un novelista. El, inmediatamente, nombró a Conrad. Le dijeron que otra vez lo había propuesto a Platón, que había inventado a Sócrates. Borges se rió y dijo que, evidentemente, aquel día había estado más ingenioso. Le recordaron que también había citado a los evangelios, inventores de Jesús. Borges replicó que ahora estaba hablando en serio[13]. También en el segundo volumen de conversaciones con Osvaldo Ferrari, dialogando acerca de algunos comentarios de Nietzsche referidos al cristianismo, Borges dijo: Todo eso parece tan acartonado y tan viejo comparado con los evangelios, que son contemporáneos, o mejor dicho, futuros todavía[14].

La figura de Jesús produjo siempre una atracción en Borges. Desde su temprana juventud[15], hasta sus últimos años, el escritor argentino vuelve sobre la persona de Cristo. Ciertamente, esto tiene que ver también con el hecho de haber nacido en el marco de un universo cultural determinado. Copio a Borges: La ficción está siempre comprometida con su tiempo. Si yo escribo un cuento, recurriré a la civilización occidental porque es la civilización a la que pertenezco[16]. Es una afirmación simple y sensata, que no excluye el profundo interés que Borges tuvo por muy variadas doctrinas filosóficas y religiosas de otras latitudes[17]. Pero respecto a esas fuentes no occidentales, él tenía clara la diferencia entre lo que puede constituir un interés o aprendizaje de provecho, y el significado de mayor vitalidad que tiene el hecho de formar parte real de una tradición y un mundo mental en los que uno ha nacido y se ha nutrido desde siempre[18].

Es decir que hay algo en lo que se permanece de forma más natural. Pero hay en Borges, respecto de Jesús, algo más que la fatalidad de haber nacido en Occidente. Hay una reflexión personal y un tratamiento motivados por la ya dicha atracción, que no excluía la curiosidad, la sorpresa e incluso cierta admiración. En las conversaciones con Osvaldo Ferrari, en un momento consignado en el cuarto volumen, hablando de la realidad o irrealidad de la historicidad de Cristo, Borges afirma: Yo creo que no hay ninguna duda, porque si no tendríamos que suponer, digamos, cuatro dramaturgos, muy superiores a todos los demás dramaturgos y a todos los demás poetas del mundo, creando esa figura[19].

Quizás no huelgue aclarar aquí la diferencia importante que hay entre las opiniones declaradas de un autor y sus textos literarios. Poseen valencias completamente distintas. Lo que importa es la obra de arte, lo que ella ha plasmado, que puede (en el caso de que se trate de un verdadero artista) incluso contradecir su ideología y su propósito consciente. Las opiniones del autor pueden iluminar la obra, nunca explicarla. Por eso, si bien nos hemos referido a algunas opiniones vertidas por Borges en conversaciones o entrevistas, nos centraremos principalmente en los textos de su trabajo literario. Y, al mirar en esos textos la figura de Jesús, no se encuentra un tema más, sino que se percibe y se puede contemplar con total claridad una belleza que constituye un trazo especial, muy vivo e intenso en el dibujo de la totalidad de la obra [20].

En todo caso, no carecen de importancia todas las consideraciones subrayadas hasta aquí en la obra de Borges, cuando se trata de una obra que admite estas líneas: …un problema estético no planteado hasta ahora: ¿Puede un autor crear personajes superiores a él? Yo respondería que no y en esa negación abarcaría lo intelectual y lo moral. Pienso que de nosotros no saldrán criaturas más lúcidas o más nobles que nuestros mejores momentos[21]. ¿Qué pensaría, pues, íntimamente Borges acerca del Evangelio? Allí el personaje es Cristo, el más extraño de los hombres, el mayor de los maestros orales, la figura más vívida de la memoria humana; nadie como él ha gobernado, y sigue gobernando, el curso de la historia[22]. ¿Qué es, pues, o quién es, eso que excede la capacidad de la literatura?

Además, otra cosa que no se puede pasar por alto en la obra de Borges, quizás lo más importante en lo que hace a las referencias a Jesús, es que la imagen central es la del Crucificado: pendí de una cruz[23], Cristo que se muere en el madero[24], la agonía de Jesús[25], muriendo en lo alto como Jesús[26], en un atardecer muere un judío crucificado por los negros clavos[27], pero después la sangre del martirio, el escarnio, los clavos y el madero[28], y la agonía del crucificado[29]. También está la continuación del verso que da título a esta nota: el más extraño de los hombres, el que murió una tarde en una cruz[30].

En el cuento “El Evangelio según Marcos”[31], que es una recreación de la crucifixión, cuando el protagonista, Espinosa, da con la Biblia y comienza a leerles a los Gutres el evangelio de Marcos, recuerda: Los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se deja crucificar en el Gólgota[32]. Y en una conferencia, Borges se refiere a las que para él son las más grandes historias. Luego de haber hablado de La Ilíada y de La Odisea, dice: Pasemos ahora a un tercer poema que destaca muy por encima de los otros: los cuatro Evangelios. […] Digamos que durante muchos siglos, estas tres historias -la de Troya, la de Ulises, la de Jesús- le han bastado a la humanidad. La gente las ha contado y las ha vuelto a contar una y otra vez; les ha puesto música, las ha pintado. Han sido contadas muchas veces, pero las historias perduran, sin límites. Podríamos pensar en alguien que, dentro de mil o diez mil años, una vez más volviera a escribirlas. Pero, en el caso de los Evangelios, hay una diferencia: creo que la historia de Cristo no puede ser contada mejor[33].

Copio uno de los últimos párrafos de “El Evangelio según Marcos”, que dice así: …le preguntó [Gutre a Espinosa] si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era librepensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:

―Sí. Para salvar a todos del infierno.

Gutre le dijo entonces: ―¿Qué es el infierno?

―Un lugar bajo tierra donde las almas arderán y arderán.

―¿Y también se salvaron los que le clavaron los clavos?

―Sí -replicó Espinosa, cuya teología era incierta-[34].

Acto seguido, de rodillas, los Gutres le piden a Espinosa la bendición. Luego lo maldicen, lo escupen y lo empujan hasta la cruz. La sorpresa que el cuento nos ofrece hacia el final es, justamente, caer en la cuenta de que estamos ante una representación del evangelio. Trágica, desoladora y hasta desfigurada, pero reconocible. Es la gran historia que habita en la conciencia humana, siempre presente, insoslayable. Borges vuelve sobre ella una y otra vez. En el cuento “La Secta de los Treinta” están estas palabras: En la tragedia de la Cruz -lo escribo con debida reverencia- hubo actores voluntarios e involuntarios, todos imprescindibles […] Era preciso que las cosas fueran inolvidables. No bastaba la muerte de un ser humano por el hierro o por la cicuta para herir la imaginación de los hombres hasta el fin de los días[35].

Hemos citado versos acerca de la pasión de Cristo. Hay poemas enteros. Por ejemplo “Lucas XXIII”[36], que ocurre en el momento de la crucifixión y trata de recuperar e imaginar el diálogo del Buen Ladrón con Jesús. Es una página muy bella. Está también el poema “Cristo en la cruz”[37], sobre el que volveremos en seguida. Incluso aparecen, además de estos poemas o versos dedicados directamente al tema, otros que hacen mención a aspectos de la pasión, versos que, refiriéndose a otros asuntos, aluden al drama de Cristo. Por ejemplo, estas palabras del “Poema del cuarto elemento”, dedicado al agua: Has lavado la carne de mi padre y la de Cristo[38]. O, en el poema “Al vino”, esta imagen: Roja metáfora de la sangre de Cristo[39].

Decididamente, el ícono de Borges acerca de Jesús es Cristo en la cruz. Y quizás no sea casual: es el momento y el lugar en el que la Palabra se torna Silencio. En muchos cuentos de Borges, al final, el protagonista hace silencio. Pero no es un mero callar, sino una actitud ante algo que se insinúa: la posibilidad del surgimiento de una palabra que excede la capacidad humana y el esfuerzo que el protagonista ha empeñado para desentrañar la realidad por medio de una voz que la exprese. Ese silencio abre un espacio en el que se convoca, alude y espera otra palabra, superior a la propia. No es extraño que Borges haya escrito dos poemas titulados “Juan 1,14”[40], que es el versículo del prólogo del evangelio de Juan que reza: Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. El silencio espera eso: que la palabra absoluta se diga, se pronuncie a sí misma; que sea posible la palabra divina humanizada[41].

No es casual tampoco, entonces, que el poema final dedicado por Borges a Jesús se llame, ineludiblemente, “Cristo en la cruz”[42]. Está en Los conjurados, su último libro, de 1985, y esto no puede pasarse por alto. Borges era puntilloso hasta lo obsesivo en la corrección y organización de su obra (recordemos que revisó él mismo algunas traducciones, que excluyó tres libros enteros de sus obras completas…). ¿Puede, pues, no ser significativo que “Cristo en la cruz” sea el primer poema de Los Conjurados?

Quiero señalar algún procedimiento en este poema, que ha sido comentado desde perspectivas muy distintas. Lo copio:

Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.

Los tres maderos son de igual altura.

Cristo no está en el medio. Es el tercero.

La negra barba pende sobre el pecho.

El rostro no es el rostro de las láminas.

Es áspero y judío. No lo veo

y seguiré buscándolo hasta el día

último de mis pasos por la tierra.

El hombre quebrantado sufre y calla.

La corona de espinas lo lastima.

No lo alcanza la befa de la plebe

que ha visto su agonía tantas veces.

La suya o la de otro. Da lo mismo.

Cristo en la cruz. Desordenadamente

piensa en el reino que tal vez lo espera,

piensa en una mujer que no fue suya.

No le está dado ver la teología,

la indescifrable Trinidad, los gnósticos,

las catedrales, la navaja de Occam,

la púrpura, la mitra, la liturgia,

la conversión de Guthrum por la espada,

la Inquisición, la sangre de los mártires,

las atroces Cruzadas, Juana de Arco,

el Vaticano que bendice ejércitos.

Sabe que no es un dios y que es un hombre

que muere con el día. No le importa.

Le importa el duro hierro de los clavos.

No es un romano. No es un griego. Gime.

Nos ha dejado espléndidas metáforas

y una doctrina del perdón que puede

anular el pasado. (Esa sentencia

la escribió un irlandés en una cárcel).

El alma busca el fin, apresurada.

Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.

Anda una mosca por la carne quieta.

¿De qué puede servirme que aquel hombre

haya sufrido, si yo sufro ahora?

El poema es conmovedor y rudo a la vez, y está sostenido sobre un procedimiento muy borgeano, que se fue acrecentando con el paso del tiempo, y que se hizo muy evidente en La Cifra y Los Conjurados, sus dos últimos libros de poesía: en el marco de una gran austeridad, Borges va evocando y enumerando, con muy pocas palabras, hechos, memorias e imágenes de toda la humanidad, e intercala pequeños rasgos conmovedores en medio de temas enormes.

En primer lugar, hay que hacer notar el deliberado desplazamiento de toda la escena (en los cinco primeros versos) a una atmósfera árida, ajena a la iconografía común, con la que Borges pretende apartar una belleza fácil que pudiera conmover (más bien se trata de desalentar) a una devoción superficial. El acento va a estar puesto en otro lado. Inmediatamente (en los tres versos que siguen a los cinco primeros) y reforzado por lo anterior, el brusco paso al tono confidencial de un hombre que no ve (en los dos sentidos) y declara su decisión irrevocable de seguir buscando (pasos intensifica a buscándolo) hasta la muerte, sí conmueve. ¿Buscando qué? Un rostro que él no conoce (aunque puede imaginarlo) y que no es el rostro que quizás muchos otros suponen[43]. Por el contrario, se trata de un rostro que es una suerte de clave, de lugar en el que todo podría confluir y comprenderse: Si realmente supiéramos cómo fue [su rostro] sería nuestra la clave de las parábolas y sabríamos si el hijo del carpintero fue también el Hijo de Dios. Esta cita proviene de una página titulada “Paradiso XXXI, 108”[44]. Es una página bellísima, en la que se dice que la cara de Cristo ha sido perdida por todos los hombres; también que todos pueden ser peregrinos que la buscan. Todos pueden entreverla alguna vez y no darse cuenta, o atisbarla momentáneamente y volver a perderla. Todos pueden reflejar esa cara: El perfil de un judío en el subterráneo es tal vez el de Cristo; las manos que nos dan unas monedas en una ventanilla tal vez repiten las que unos soldados, un día, clavaron en la cruz. El rostro de Cristo aparece como una clave, como una gran “cifra” última, en la que todo podría hallar su comprensión, incluso uno mismo. En esa página de Borges hay la idea de que todos los hombres participan de esa figura: Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo. Con cara crucificada se alude a Cristo; con el espejo a uno mismo y a todos (es: cada espejo). Se reúnen, en una sola imagen, todos los sufrimientos y dolores, asociados al de Cristo.

A diferencia de “Paradiso XXXI, 108”, que presenta el drama de Cristo con intensas notas líricas, “Cristo en la cruz” es un poema que quiere representar el momento agónico con toda su crudeza. Habida cuenta de que estamos posando la mirada sobre una obra poética que a su vez mira hacia la Cruz, la dificultad radicará en percibir allí, en ese momento terrible, algún tipo de belleza.

Si volviéramos la mirada al Gólgota, ¿de qué estaríamos hablando? ¿De qué belleza se trataría? Tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre, ni su apariencia era humana […] no tenía figura ni belleza, y no tenía aspecto que pudiéramos estimar […] despreciable y deshecho de hombres, como ante quien se da vuelta el rostro[45]. Pero ¿qué es, entonces, lo que hace que el centurión que estaba presente frente de él, viendo que había expirado así, dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios?[46]. Y también: viendo lo que había sucedido glorificaba a Dios[47]. ¿Qué es lo que hace que uno entienda y alabe a Dios ante lo terrible? ¿Qué vio? La oscuridad, un alarido y el silencio, y un mundo y una tradición que se evaporaban como si no hubieran existido[48]. Todo este horror no se puede embellecer; es bello, pero ciertamente no tiene nada que ver con lo “lindo”, lo “bonito”, lo “agradable”[49]. Por el contrario, se trata de lo que aparece en lo inaparente, de lo que se revela en el ocultamiento, de la manifestación de una imagen no adecuada a un dios, tal como los hombres entendemos que un dios debiera manifestarse[50].

Borges percibe el sino trágico de la escena: Cristo no está en el medio. Es el tercero. No deja de ser sugerente que sitúe a Cristo crucificado fuera del centro acostumbrado y lo coloque “en el lugar de otro”; en el último lugar, además. La belleza que allí emerge es de otra índole y posee un dramatismo singular, propio del evangelio. Una belleza de lo sublime, pero que está allí, en la Cruz[51].

Cristo en la cruz, ese es el tema, ese es el asunto sobre el que versa el poema, y Borges lleva sus imágenes hasta el extremo: presenta a un Cristo desdibujado (cuyo rostro, sin embargo y a pesar de esa deformación, sigue indicando una profundidad que no termina de verse pero que se impone y determina una búsqueda), quebrantado, lastimado (son las palabras que Borges va utilizando), burlado por el pueblo, lejano e ignorante de un inmenso universo que surgirá a sus pies. Sólo puede sentir su dolor y abandono únicos: Le importa el duro hierro de los clavos. Todo se desmorona, hasta que anda una mosca por la carne quieta. El poema quiere centrarse ahí, y comunicar toda la desolación de la muerte de Jesús y sus instantes previos: Sabe que no es un dios y que es un hombre / que muere con el día

Estos últimos versos escandalizaron a algunos que, incluso de manera exagerada y arbitraria, en algunas publicaciones, con intolerancia e ignorancia, acusaron a Borges de hacer renegar voluntariamente a Cristo de su divinidad, de su resurrección, de su evangelio…, todas cosas más bien adivinadas que leídas en el texto. Borges no niega la divinidad de Cristo, la oculta (tal como oculta quedó en la realidad de la cruz). Borges no dice: Jesús no era Dios y no resucitó. Utiliza la minúscula: no es un dios. En otros poemas sí dice que es Dios (con mayúscula), como por ejemplo en el ya citado “Lucas XXIII”. ¿Son estas citas “prueba” de algo, de una divinidad afirmada o negada por el poeta? ¿Se contradice, entonces?[52]. Así no se lee poesía. Un poeta no formula un corpus doctrinal, un sistema, pero sí una integridad de sentido al celebrar la riqueza de la verdad de lo singular[53]. En este caso, todo el horror humano de la agonía y muerte de Cristo.

Borges insiste en el realismo de este momento: No es un romano. No es un griego. Gime. Sabía muy bien de lo que estaba hablando: para ver realmente la cruz no sirve la mirada estoica, que postula una superación del dolor, una posibilidad de sobreponerse a él. Tampoco sirve una mirada gnóstica, que propone que la humanidad de Cristo era ilusoria, y por lo tanto también su dolor y muerte: eran una “representación” de un dios que no atravesó realmente pasión alguna. Para Borges, el sufrimiento y el abandono de Jesús, en ese momento que el poema recoge, son reales e inocultables. No es un estoico. No es un gnóstico. Es alguien distinto o nuevo: un hombre bíblico.

Una de las cosas aquí en juego es el hecho del extremo sufrimiento, físico, psicológico y espiritual (sobre todo estos últimos) en el que Borges sitúa a Jesús, y que algunos han entendido que devaluaba (una vez más) la divinidad de Jesús. Pero el caso es que una lectura distraída de los evangelios alcanza para saber que no hay un solo texto que autorice a pensar que Jesús sufrió en una sola de sus naturalezas. El que dijo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?[54] es la persona de Jesús, toda la persona.

Evocando nuevamente a von Balthasar, podemos recordar con qué insistencia trató él esta cuestión, acerca de la cual quizás la siguiente afirmación sea su declaración más audaz y determinada: Aquí rechazamos expresamente la teoría escolástica, según la cual, en la cruz, sólo experimentaron sufrimiento las facultades inferiores de Jesús, ya que él gozaba perpetuamente de la “visio beatífica”. Cf. Tomás de Aquino, STh III, q.46, a7[55]. Y antes había dicho: La última palabra ya no es revelación o adoctrinamiento. Es un situarse en el lugar en que impera la cerrazón total, en el lugar en el que reina el abandono de Dios. En ese abandono, la Palabra de Dios en Jesucristo quiere morir con nosotros y experimenta hasta el fondo la lejanía de Dios. […] Es el Hijo, que se define por tener la máxima intimidad con el Padre, y que, sin embargo, muere en completo abandono. […] Antes de su crucifixión, Jesús sabe que no será abandonado por el Padre; no obstante, en la cruz experimenta hasta tal punto este abandono por la redención del mundo, que ya no siente ni vislumbra en absoluto aquel estar acompañado por el Padre. […] Ciertas cualidades que le son asignadas en su situación primaria (por ejemplo, la contemplación bienaventurada del Padre), resulta superfluo atribuírselas en su situación posterior (y contra la evidencia misma del texto). El ser abandonado es algo que afecta a la totalidad de su relación con el Padre[56].

Algunos monjes escitas enunciaron en Constantinopla la proposición: Uno de la Trinidad ha padecido. De ahí resultó que se los tuvo por sospechosos de herejía monofisita. En una carta de marzo del 534 a los senadores de Constantinopla, el Papa Juan II decreta sobre el asunto sin objetar a los monjes[57].

Precisamente, lo engañoso, lo estéril, hubiera sido que Cristo se replegara del sufrimiento. (¿No tendría algo de aborrecible un Dios que, una vez acontecido el mal en el mundo suyo, se desentendiera de él? ¿No tendría algo de irreconciliable y despreciable un Dios que no hubiera experimentado, como el resto de su creación, el sufrimiento?) He ahí “la última tentación”: Que baje ahora de la cruz y creeremos en él[58]. El hecho es que no baja, como tantos hombres no pueden bajarse de sus cruces aunque lo quisieran. La respuesta de Dios a la pregunta por el dolor consiste en ir a situarse irrevocablemente en ese dolor. Jesús no lo despeja ni lo “supera”; se lo apropia y lo cobija y ampara en sus llagas. Las llagas. ¿Por qué las conservó Jesús en su cuerpo de Cristo glorioso resucitado? Es el rescate y memoria del sufrimiento humano. Así será también en cada uno. Toda la sangre herida, todo lo enfermo, todo lo feo, todo lo abyecto, cada dolor y padecimiento deberán ser visibles en la figura resucitada. Estarán ahí de otro modo, noble, como un trazo rojo que resaltara y mejorara la belleza de cada vida nueva. Hay una belleza cristiana también y sobre todo en la cruz, pero no en la muerte sino en el amor con que se muere.

El símbolo de esta superioridad paradojal de la gloria herida de Cristo muerto y resucitado, está en la figura apocalíptica del cordero degollado que permanece de pie en el lugar del trono: Entonces vi de pie en medio del trono […] un Cordero degollado[59]. Ocurre a la inversa en la aparición de la Bestia, una de cuyas cabezas, herida, cicatriza espectacularmente ante la multitud. Se produce la ilusión de que la muerte y el sufrimiento pueden ser conjurados: La Bestia […] parecía herida de muerte, pero su llaga se curó. Entonces se consuma la gran estafa: Toda la tierra, maravillada, siguió a la Bestia[60].

La Bestia ilusiona a la humanidad con la posibilidad de producir el milagro de que el dolor no exista. Esta negación, propia del poder (la Bestia representa sobre todo al poder), deja fuera del bienestar a multitudes de inocentes que sufren y, peor aun, hace imposible una respuesta o el hallazgo de algún sentido para ese dolor. Negación absurda y necia, por otra parte, dada la evidencia del dolor en este mundo. Jesús, en cambio, toma ese dolor y lo porta a la gloria; lo porta en él. Sus heridas gloriosas hacen constantemente presente la paradoja: la herida es donde se siente el dolor pero también, a la vez, el alivio. En la ausencia de la herida hay impasibilidad: no sólo no se sufre, tampoco hay restauración. Por eso hay que tener un gran cuidado cuando se habla de “impasibilidad” en Dios. Por eso la fuerza de aquella definición: Uno de la Trinidad padeció. Es ante ese padecimiento que el poeta se pregunta: ¿De qué puede servirme que aquel hombre / haya sufrido, si yo sufro ahora? Versos que, una vez más, parecieron irreverentes a algunos, siendo que es acaso la única pregunta interesante (y dramática) a la que la fe cristiana o la teología debieran saber responder.

No fue ajeno a este problema Hans Urs von Balthasar, que escribió: …la realidad de hecho de que un ser humano en un rincón del imperio romano ha sido crucificado dos mil años atrás (con otros miles de hombres), por amor de mí, ¿cómo podría motivarme a cambiar de vida? ¿Por ternura hacia este amor, que nadie me puede demostrar? Se habla de representación inclusiva, pero una representación tal es válida, ruego que entiendan, únicamente si me ha implicado[61].

La pregunta no sólo es razonable, es imprescindible, ya que de otra manera el sufrimiento de Jesús no podría presentarse como respuesta. Hans von Balthasar tiene un texto particularmente intenso al respecto, donde vincula la pregunta humana, que no debe ser abandonada, con la respuesta de Cristo que se manifiesta contemporánea de esa pregunta. Lo hace comentando la palabra bíblica ephhápax (“una vez por todas”, “de una vez para siempre”): Si esta pregunta ha de recibir respuesta de la Biblia tiene que darse necesariamente en el horizonte de la existencia dramática y de su problematicidad, para hacerse comprensible al hombre. Esto significa que en la figura de la dramática pregunta humana está ya la dramática respuesta divina. Un “está” que se da “de una vez por todas” (ephhápax), no como algo que flota en la corriente de las sucesivas situaciones históricas, sino como algo que las envuelve en su horizonte. La pregunta alcanza su culmen trascendente, como horizonte insuperable, en el grito abismático de la cruz. Es el reverso de toda resignación religiosa que se diluye en un horizonte absoluto, pero sin dramatismo […] Y sobre este grito estalla, desde el horizonte silente, el relampagueo de una acción decisoria: el paso del Sábado Santo a Pascua. Es respuesta contemporánea a todos los tiempos, porque acontece tanto en el tiempo oportuno (como respuesta a este grito), como en el tiempo final y definitivo (en cuanto respuesta a todos los gritos). No puede dejar de ser actual porque es plenamente acto, aunque no se haga actual más que allí donde se representa y se plantea la pregunta con dramatismo. Según esto ephhápax significa exactamente: respuesta única a todas las veces del preguntar, y no: respuesta acumulable y sabida de una vez por todas y como si la pregunta sobrase. Hay que preguntar y representar ahora, hay un demasiado tarde[62].

Sufro ahora; ¿de qué me sirve? Drama y pregunta representados ante Cristo, otro sufriente, cuyo rostro hay que seguir buscando. Obviamente, este poema de Borges no se refiere menos al propio sufrimiento que al de Cristo. Pero es así que la pregunta está bien situada: se la hace desde la propia experiencia dramática actual, no teóricamente, y no se la hace ante alguien sólo ejemplar o superior (Sócrates o Julio César, a quienes ya hemos mencionado, o ante cualquier otro notable); se hace ante alguien único, Jesús, el sufriente que alcanza a todos los tiempos y geografías. Por eso hay que notar que el poema está redactado en presente; es decir, ocurre “ahora”. Ya hemos visto cómo Borges, en algunos lugares, habla del vigor, más que presente, futuro del evangelio, y de una cierta contemporaneidad con Cristo (con la cruz de Cristo) que afecta a todos. Volvamos a esas líneas: El perfil de un judío en el subterráneo es tal vez el de Cristo; las manos que nos dan unas monedas en una ventanilla tal vez repiten las que unos soldados, un día, clavaron en la cruz. Y, en la evocación, también este detalle importante: Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo. Precisamente esta última imagen excluye toda posibilidad de enmascaramiento que oculte el dolor: el espejo evidencia, sin máscara, mi dolor en el de Cristo, mi dolor con “forma de Cristo”. Y al ser esa cara una cara “crucificada”, queda también excluido cualquier resto de narcisismo que se replegara sobre el propio dolor individual. No, es el de todos; el de Cristo también. Y lo que cura es mirar ese sufrimiento, su semejanza y contemporaneidad con el mío. ¿De qué me sirve? Sirve que no baje, que esté siempre ahí, en el dolor, es decir: aquí.

La belleza es una palabra que dice cosas que sólo ella puede decir. Borges no la desconoció y, no pocas veces, la percibió y la pronunció ante la imagen de Jesús crucificado.

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* Reescritura de un texto publicado anteriormente en la revista Criterio.

[1] Sacerdote, arquidiócesis de Buenos Aires.

[2] Obra Poética. Jorge Luis Borges. Emecé Editores. Buenos Aires, 1977, pág. 16.

[3] En el poema “El lector”. Obras Completas, volumen I (OC.I). Emecé Editores. Buenos Aires, 1974, pág. 1016.

[4] En una conferencia dice: …esa revelación continua que es la Sagrada Escritura. Jorge Luis Borges. Obras completas, volumen II (OC.II). Emecé Editores. Buenos Aires, 1989, pág. 235.

[5] OC.I, pág. 703.

[6] Obras Completas en colaboración (OCec). Emecé Editores. Buenos Aires, 1979, pág. 496.

[7] Prólogos. Jorge Luis Borges. Torres Agüero Editor. Buenos Aires, 1975, pág. 84.

[8] Manera de hablar, por lo demás, subrayada varias veces por los mismos evangelios. Por ejemplo: ¿Qué tiene su palabra? (Lc. 4, 36). Enseñaba como quien tiene autoridad (Mt. 7, 29). Muchos, al oírlo hablar así, creyeron en él (Jn. 8, 30).

[9] OC.II, 457.

[10] Borges Profesor. Martín Arias y Martín Hadis. Emecé Editores. Buenos Aires, 2000, pág. 213.

[11] Biblioteca personal. Prólogos. Alianza Editorial. Buenos Aires, 1988, pág. 11.

[12] Reencuentro. Diálogos inéditos. Jorge Luis Borges con Osvaldo Ferrari. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1999. Respectivamente: págs. 97, 102 y 209.

[13] Borges el memorioso. Jorge Luis Borges. Entrevistas de Antonio Carrizo. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 1982, pág. 82.

[14] Libro de Diálogos. Jorge Luis Borges. Entrevistas de Osvaldo Ferrari. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1986, pág. 13.

[15] En Grecia, una revista literaria de Madrid con la que Borges colaboró cuando sólo tenía unos veinte años, él traduce, en 1920, al expresionista alemán Wilhelm Klemm. Uno de sus poemas trata de la ascensión de Cristo. Es interesante la observación que hace Borges acerca del elemento teatral del poema. Le escribe a un amigo: El primer poema de Klemm, por mí traducido, me gusta. Me gusta esa visión inocente de Jesucristo subiendo al cielo como un prestidigitador y dejando a los judíos atónitos. Estas líneas pueden encontrarse en Textos Recobrados, 1919-1929. Emecé Editores. Buenos Aires, 1997, pág. 73.

[16] El aprendizaje del escritor. Jorge Luis Borges con Norman Thomas di Giovanni, Daniel Halpern y Frank MacShane. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 2014, pág. 53.

[17] Por ejemplo: escribe en 1976, con Alicia Jurado, el ensayo Qué es el Budismo. OCec, 719.

[18] Por ejemplo, en su conferencia “El budismo”, al comenzar, dice: yo no estoy seguro de ser cristiano y estoy seguro de no ser budista. OC.II, 243. Esa conferencia está recogida, junto con otras seis, en el libro Siete noches, en OC.II, 205.

[19] Reencuentro, pág. 103.

[20] En cuanto a la persona de Borges y a sus creencias, o en cuanto a la percepción que él tenía de su propia conciencia y su definición ante Cristo, no le compete a quien mira su poesía decir nada acerca de ello.

No obstante, se puede aclarar, en términos generales, que se puede estar psicológicamente muy lejos de Dios, pero teológicamente (o, mejor, teologalmente) muy cerca. (En este sentido, un autor que se interpreta a sí mismo como no creyente, como agnóstico o como ateo, bien puede producir una obra de hondo valor religioso, incluso habiéndose propuesto lo contrario).

[21] OC.I, 748.

[22] Respectivamente: OC.II, 471; OC.I, 714; las dos últimas citas, en Biblioteca personal. Prólogos, pág. 11.

[23] OC.I, 977.

[24] OC.I, 881.

[25] OC.II, 158.

[26] OC.I, 88.

[27] OC.II, 114.

[28] OC.I, 893.

[29] OC.I, 996.

[30] OC.II, 471.

[31] OC.I, 1068.

[32] OC.I, 1070.

[33] Arte poética. Ediciones Crítica. Barcelona, 2001, págs. 64.65. Ver también “Los cuatro ciclos”: OC.I, 1128.

[34] OC.I, 1071.

[35] OC.II, 39. Obviamente, hay aquí una comparación con otras muertes inolvidables: Julio César, Sócrates…

[36] OC.I, 840.

[37] OC.II, 457.

[38] OC.I, 870.

[39] OC.I, 918.

[40] OC.I, 893.977.

[41] No es imposible afirmar que a toda gran obra la subyace una sola pregunta. Si uno tuviera que formular esa pregunta que motiva la obra de Borges, acaso podría escribirla así: ¿Habrá la Palabra, Una y Única, capaz de contener, pronunciar y producir la totalidad de la realidad bella, simultáneamente? Este asunto atraviesa toda la obra de Borges, desde su inicio hasta su final. No podemos exponer este entero capítulo aquí. Sólo copiamos dos citas explícitas al respecto: Desde el invisible horizonte / y desde el centro de mi ser, una voz infinita / dijo estas cosas (estas cosas, no estas palabras, / que son mi pobre traducción temporal de una sola palabra): Y enumera una síntesis que puede equivaler a la creación y a la historia (OC.I, 874). Y, en otro lugar: Consideré que en el lenguaje de un Dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, “todo”, “mundo”, “universo” (OC.I, 548). En algún momento queda esbozada la posibilidad de que esta palabra quede asociada a Jesús: “Acuérdate de mí cuando vinieres / a tu reino”, y la voz inconcebible / que un día juzgará a todos los seres / le prometió desde la Cruz terrible / el Paraíso. Nada más dijeron / hasta que vino el fin, pero la historia / no dejará que muera la memoria / de aquella tarde en que los dos murieron (OC.I, 840). La “voz inconcebible que un día juzgará a todos los seres” es la que, en la primera cita que anotamos en esta nota, dice “una sola palabra”, ya que ese poema se refiere al Juicio Final, y su título es “Mateo XXV, 30”.

 

[42] OC.II, 457.

[43] La misma palabra, rostro, se repite en el quinto verso, y designa dos realidades completamente distintas: El rostro no es el rostro de las láminas. La palabra se contrapone a sí misma. Acto seguido, despejado ese rostro “usual”, se dice, en el sexto verso, que algo que no se ve sin embargo se ha manifestado: Es áspero y judío. No lo veo… Se entrevé otro rostro que el ordinario; ese otro rostro es el que el poeta declara que ha de buscar. Borges, deliberadamente, usa la palabra como palabra equívoca: hay un rostro que no es; hay un rostro que es más allá; este es el que se ha de buscar.

[44] OC.I, 800.

[45] Respectivamente: Is. 52, 14; 53, 2; 53, 3.

[46] Mc. 15, 39.

[47] Lc. 23, 47.

[48] Lc. 23, 44-46.

[49] Tiene que ver con lo sublime. El rostro de un anciano, trabajado por el tiempo, puede no ser “bonito” y ser muy bello. También el rostro dolorido de una madre que ha perdido a un hijo puede ser bello. Se trata de la aparición, en una figura, de lo mejor de la forma humana. Puede ser algo así, trágico, como estos dos ejemplos, o algo de exultante felicidad, como el encuentro de dos amantes cuando él llega de la guerra. Puede ser algo referido a la naturaleza, como la visión que tiene Beethoven de la tormenta en su sexta sinfonía. Todo lo grande, noble y célebre de la vida puede llegar a lo sublime y ser, a la vez, o por eso mismo, estremecedor.

[50] El tema es evangélico. Los propios discípulos se resisten a aceptar que el “contenido” de Cristo, del Mesías Hijo de Dios, lo que lo define, es la desfiguración que le ocurre en el dolor y sufrimiento de su misterio pascual: Mt. 16, 13-23.

[51] Hans Urs von Balthasar, comentando un pasaje del teólogo calvinista Karl Barth (Dogmatik, II/1, 723-750), anota: Dios, en la unidad de su humillación y exaltación, lleva consigo su propia forma y belleza… el dicho “no tenía forma ni belleza”, de Isaías, es justamente el lugar donde resplandece la peculiar belleza de Dios: “Buscar la belleza de Cristo -dice Barth- en una gloria que no sea la del Crucificado es buscarla en vano. En esa automanifestación, la belleza de Dios abarca la muerte y la vida, el temor y la alegría, lo que nosotros podríamos llamar odioso y lo que podríamos llamar bello”. En: Gloria, una estética teológica, volumen I, Ediciones Encuentro. Madrid, 1985, págs. 54-55.

[52] La coherencia (en este caso, teológica principalmente) de una poesía, incluso de una obra literaria entera, no depende de una sistematización filosófica o religiosa, ni de que constituya un entramado en el que nada de la doctrina falte. Ciertamente, siempre se trata de un todo; pero no de un todo de compendio sino de sentido. Un verdadero poeta, al fijarse en aspectos distintos, incluso aparentemente contrapuestos, de ese todo que celebra, y siempre que él permanezca en lo más profundo y central, no se contradice, se desdice, afirma cada cosa o momento en su dimensión de algo situado en lo absoluto: un día el poeta canta la fugacidad de la vida ante la melancólica muerte de la tarde, y no hay nada más que eso. Otro día canta la persistencia de la vida, que siempre retorna, ante un imponente amanecer en la montaña, y no hay nada más que eso. ¿Cuál de las dos circunstancias abre a la verdad? Ambas, que son una: la celebrada intensidad de la totalidad de la vida, y hay siempre sólo eso.

[53] ¡Por eso dice: anda una mosca por la carne quieta, y no: anda una mosca por la divinidad del Verbo!

[54] Mt. 27, 46; Mc. 15, 34.

[55] Hans Urs von Balthasar. La verdad es sinfónica. Ediciones Encuentro. Madrid, 1979, pág. 127.

[56] La verdad es sinfónica, págs. 34-35.

[57] Cf. DH. 401-402; Dz. 201. von Balthasar volvió varias veces sobre esta cita a lo largo de su obra. Por ejemplo: Gloria I, pág. 271. También: Teodramática, volumen V. Ediciones Encuentro. Madrid, 1997, págs. 15.211.

[58] Mt. 27, 42b; ver también: Mc. 15, 32b.

[59] Ap. 5, 6.

[60] Ap. 13, 3.

[61] Epílogo, III, 3, c.

[62] Hans Urs von Balthasar. Teodramática, volumen I. Ediciones Encuentro. Madrid, 1990, pág. 25. (Ephhápax, por ejemplo, en Hb.7, 27; 9, 12; 10, 10; Rom.6, 10.)

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