2014 MarzoSantidad de la IglesiaTeología

La Iglesia como esposa santa e inmaculada de Cristo

Laurent Villemin*

En el presente artículo, deseo desarrollar el tema de la Iglesia como Esposa santa e inmaculada de Cristo (Efesios 5, 22), y mostrar cómo la Iglesia es santificada por Cristo, que se entrega a sí mismo a ella y en ella. Esta temática, que tiene su origen directo en la Carta a los Efesios, merece ante todo una búsqueda en la Escritura que integre las investigaciones más recientes. Después de esta primera parte, examinaremos cómo la teología y el magisterio de la Iglesia han leído este pasaje de la Carta a los Efesios para desarrollar la relación de Cristo con la Iglesia, particularmente en el hecho de que la santifica y se la entrega a sí mismo como “esposa santa e inmaculada”. En la segunda parte recorreremos el comentario que Tomás de Aquino ha consagrado a esta misma Carta y, finalmente, examinaremos cómo el Concilio Vaticano II hizo de ella un pilar de su enseñanza.

Una investigación en la Escritura

La investigación en la Escritura requiere volver a ubicar el tema de “la Iglesia como esposa santa e inmaculada de Cristo” en la Carta a los Efesios y más especialmente en la unidad que constituyen los versículos 5, 21 a 5, 33.

El contexto de la Carta a los Efesios

La reconciliación es el motivo primero de la Iglesia en la Carta a los Efesios. Esta reconciliación tiene por modelo la reunión de judeo-cristianos y de pagano-cristianos en una sola comunidad eclesial. Esta reconciliación que derriba el muro del odio es obtenida por la cruz de Cristo y prefigura la reconciliación cósmica (Efesios 1, 23) y la reconciliación de todos los hombres con Dios y entre sí (Efesios 2, 14-22). A menudo se ha atribuido una “elevada eclesiología” a la Carta a los Efesios y a la Carta a los Colosenses –de la cual es una especie de relectura–, distinguiéndolas de las protopaulinas[1], con un contenido eclesiológico más concreto. Si bien la diferencia de tono es real, hay que matizar considerablemente esta posición, ante todo basándonos en el trabajo de numerosos exegetas[2], y en la lectura misma de los capítulos 5 y 6 de Efesios. En efecto, en estos últimos capítulos de la Carta, el autor se dedica a mostrar cómo se realiza concretamente la reconciliación obrada por Cristo en las relaciones fundamentales de la vida cotidiana. Para ello retoma el esquema de los códigos domésticos difundidos en aquella época, especialmente por influencia del estoicismo, para detallar tres tipos de relaciones: maridos/mujeres, padres/hijos, señores/esclavos. Es por consiguiente en la mitad de esta parte exhortativa acerca de los consejos domésticos donde se encuentra el texto más explícito y más acabado sobre el misterio de la Iglesia y sobre la relación entre Cristo y su Iglesia.

Esto traduce la voluntad del autor de Efesios de no dar una visión atemporal de la Iglesia sino de enraizarla en la historia concreta, y especialmente, para el pasaje que nos concierne, en la relación maridos/mujeres[3], y de mostrar la novedad de las relaciones que se instauran en la Iglesia. “Todo sucede como si el autor […] encontrara repentinamente, con la pareja humana, la imagen más adecuada para describir el vínculo único que une a Cristo y a la Iglesia: una especie de cima de su representación de la Iglesia”[4]. De allí se sigue entonces un entrelazamiento, por una parte, de cuanto concierne a la pareja humana (vv. 21-23a; vv. 24b-25a; vv. 28.29a; v.33), y, por otra parte, el desarrollo de la relación Cristo/Iglesia (vv. 23b-24a; vv. 25b-27; vv. 29b-32). En el desarrollo del texto, se plantea la cuestión de saber qué pareja sirve de modelo a la otra.

Sin embargo el desarrollo de este texto, a pesar de su fuerza teológica, no deja de plantear un cierto número de problemas si ponemos en el mismo plano la relación entre marido y mujer y la relación entre Cristo y la Iglesia. Como lo subraya el exegeta Jean-Noël Aletti: “En efecto parece imposible establecer una homología entre los dos planos, decir que la esposa (cristiana) es el cuerpo de su marido, de la misma forma que la Iglesia es el cuerpo de Cristo: ¿en qué lo sería la esposa, si ella y su marido tienen cada uno su propio cuerpo, si además son ambos miembros del mismo cuerpo eclesial y si, como tales, no tienen sino una sola y misma cabeza, Cristo?”[5]. El exegeta subraya aquí la extrema complejidad del texto y la necesidad de respetar cada una de las metáforas, aunque sin debilitar la fuerza y sin negar la dimensión orgánica de la construcción de la Carta a los Efesios, y en especial de la sección de la que vamos a ocuparnos ahora.

 

Analogía de los pares: marido-mujer/Cristo-Iglesia.

Es necesario releer con detenimiento el pasaje de Efesios 5, 21-33 para extraer su sentido y sus orientaciones teológicas precisas. Esto es tanto más importante cuanto que el autor de Efesios concentra su teología en estos versículos:

21 Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo.

22 Las mujeres a sus maridos, como al Señor,

23 porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, el Salvador del cuerpo.

24 Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo.

25 Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella,

26 para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra,

27 y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada.

28 Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo.

29 Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia,

30 pues somos miembros de su cuerpo.

31 Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne.

32 Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia.

33 En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido.

El v. 21, que inicia el pasaje, es importante para el sentido de conjunto de todo lo que sigue. Sobre este punto los exegetas están de acuerdo en decir que el versículo muestra implícitamente la relatividad de las condiciones sociales. Si existen, y en cierto modo no son cuestionadas por el autor de la Carta, “deben ser vividas cristianamente, es decir con humildad”[6]. R. Dupont-Roc comenta así: “En cierta manera este versículo es un llamado discreto, pero indiscutible, a alterar en la comunidad el orden social tradicional para imponer el de la nueva creación”[7].

De ahí surge que desde el punto de vista de la exégesis y de la teología, el llamado a la subordinación de la mujer no sea chocante, incluso si estos versículos han podido ser utilizados abusiva y equivocadamente para justificar un dominio patriarcal. ¿Cuáles son los elementos que permiten afirmar esto? Por una parte, como veremos, la relación entre Cristo y la Iglesia que es central para el pasaje. Por otra, en la cultura de la época, esta subordinación de la mujer al marido no tiene nada de extraordinario; en cambio, el v. 25: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia”, o el v. 28 “como a sus propios cuerpos”, o también el v. 33: “como a sí mismo”, constituyen una verdadera novedad desde el punto de vista de la relación del marido con la mujer puesto que implica la monogamia, una verdadera reciprocidad y un llamado a la ternura. Más importante todavía: el verbo “amar” usado aquí es el verbo agapaô que designa en el griego clásico un amor de predilección y que los judíos y los cristianos utilizarán para expresar el amor que une a Dios y los hombres. A partir de este amor cada cristiano está llamado a amar a su prójimo.

Más fundamentalmente aún para nuestro tema, es este verbo agapaô el que designa la relación de Cristo con la Iglesia, el amor con el que “Cristo amó a la Iglesia” y que es la razón por la cual “se entregó a sí mismo por ella” (v. 25). Esto nos hace volver al v. 23: “porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, el Salvador del cuerpo”. Destaquemos aquí tres elementos. Ante todo, la mujer tiene como modelo a la Iglesia que está completamente sometida a Cristo. Luego, vemos que retorna la metáfora de la cabeza que aquí es aplicada al marido y a Cristo. Contrariamente a la Primera Carta a los Corintios (1 Corintios 12), en Efesios la cabeza no es un miembro del cuerpo entre otros, sino que califica siempre a Cristo resucitado de quien el cuerpo recibe vida y crecimiento. “Al nombrar a Cristo cabeza, Colosenses y Efesios ciertamente no quieren decir que forma parte del cuerpo que es la Iglesia, sino subrayar la imposibilidad en la que se encuentra la Iglesia de ser separada de Cristo: ¿cómo el cuerpo privado de su cabeza podría vivir, a fortiori crecer y orientarse?”[8].

Pero aunque uno y otra sean llamados “cabeza” de un cuerpo, –y este es el tercer elemento que deseamos destacar– solo Cristo es llamado “Salvador”. Acerca de este último punto podemos citar nuevamente a R. Dupont-Roc: “El título de ‘Salvador’ se acredita lenta y tardíamente en el Nuevo Testamento, pero tenemos aquí el único caso en el que la salvación es en favor del cuerpo de Cristo, la Iglesia. Ésta alcanza una nueva dimensión: única en el espacio y en el tiempo, es ahora personificada, como la novia que se prepara para las nupcias. Y, desde este punto de vista, este texto es la culminación eclesiológica del Nuevo Testamento”[9]. La demostración “teológica” de Cristo, salvador de la Iglesia, no se halla en este pasaje sino en Efesios 2, 11-22 y en Efesios 5, 2. La salvación es descrita de dos maneras: por una parte, como la destrucción del muro de separación (Efesios 2, 14: “derribando el muro que los separaba, la enemistad, en su carne”); por otra parte, por la apertura del acceso junto al Padre (Efesios 2, 18: “por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu”). Esta teología de la salvación es fundamental porque va a ser relacionada con la santidad.

Designar a la Iglesia como “cuerpo” (sôma) de Cristo no es nuevo en la Carta a los Efesios (Efesios 1, 23; 2, 16; 4, 4. 12. 16), pero mostrar que Cristo actúa como cabeza al salvar a la Iglesia, sí lo es. Esta acción salvadora será caracterizada inmediatamente, y es el objeto de modo especial de los vv. 26 y 27: “para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada”. El vocabulario de la santificación y de la santidad aparece aquí explícitamente[10].

El v. 26 se sitúa en la más estricta línea de la teología paulina constituyendo un vínculo entre Cristo que en la cruz se entregó por la Iglesia (v. 25) y el bautismo. En efecto, Romanos 6, 1-14 subraya el vínculo entre la muerte de Cristo en la cruz y la eficacia del bautismo (igualmente Gálatas 3, 26-27). “Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Romanos 6, 4). La novedad en la Carta a los Efesios es que el “todos” característico de Gálatas y de Romanos, se convierte aquí en “un solo cuerpo, la Iglesia”. Las fórmulas bautismales están siempre fundadas en la cruz pero en la Carta son aplicadas no a una persona individual sino a la Iglesia y, por ella, a “todos”, llamando “todos” a cuantos han sido bautizados. La santificación de la Iglesia se realiza por tanto mediante la cruz y se cumple por el bautismo, pero para toda la Iglesia.

La palabra creadora desempeña un papel igualmente central, se puede ver allí concretamente la fórmula bautismal misma. Es la misma palabra de la creación que una vez más hace lo que dice y permite la transfiguración escatológica de la Iglesia-humanidad: “y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida” (v. 27a). “En unas pocas palabras, este versículo retoma y aplica a la Iglesia toda una imaginería veterotestamentaria: el Señor lava a la elegida, la colma con sus dones (Oseas 1-3, pero sobre todo Ezequiel 16, 8-14). La belleza de la esposa es la evocada en el Cantar de los cantares (4, 7s.): es gloriosa con la misma gloria de Cristo”[11].

Se comprende en estos versículos que si todo es dado en la cruz de Cristo, este don se inscribe en un horizonte escatológico. La acción está en curso y se desarrolla durante la historia. Todas las tensiones que recorren la Carta provienen de la condición escatológica de la Iglesia conferida por su autor. El autor se debate con una cuestión punzante: “¿Cómo una entidad escatológica tendría necesidad de un vínculo o de una memoria histórica, por consiguiente mundana?”[12]. Esto permite comprender que la Iglesia no es todavía completamente “sin mancha ni arruga”, pero confiere igualmente una profunda densidad a la historia que deviene historia de salvación en camino. Es la misma dinámica que actúa en el interior de las relaciones entre marido y mujer. Lo mismo vale para la santidad. Como escribe Y. Congar: “Existe por tanto, en la Iglesia, desde el punto de vista de la santidad, cierta dialéctica entre lo dado por Dios y lo recibido y realizado por los hombres. Podemos ver allí una aplicación de la dialéctica del ya sí y del todavía no, que constituye la condición misma de la existencia de la Iglesia en su estado itinerante. Esto causa en la Iglesia una tensión en virtud de la cual ella debe procurar sin cesar adecuarse al don de Dios”[13].

La investigación exegética ha puesto de relieve claramente el papel primordial de Cristo en su relación con la Iglesia y cómo la relación entre Cristo y la Iglesia es el fundamento de todas las relaciones en la nueva creación, como es ante todo el caso en el seno del matrimonio. Así la eclesiología de la Carta a los Efesios, incluso si se inscribe en categorías diferentes de las de las primeras cartas de Pablo, no está lejos de ellas. Al afirmar que Cristo santifica a la Iglesia y se entrega por ella para que llegue a ser inmaculada, sin mancha ni arruga, la tensión escatológica no desaparece y no suprime ni la densidad de la historia ni las consecuencias éticas para los cristianos.

 

El comentario de Efesios 5, 21-33 por Tomás de Aquino.

La elección del comentario de la Carta a los Efesios por el Doctor angélico no presupone que consideremos que él representa por sí solo toda la teología. Pero el lugar central que ocupa en la reflexión teológica ha marcado profundamente la recepción ulterior, especialmente su comentario de la Carta a los Efesios. Del mismo modo que en la investigación escriturística, en el comentario privilegiaremos los rasgos que califican la relación ente Cristo y la Iglesia, especialmente en tanto que Cristo santifica a la Iglesia. No hemos de asombrarnos por el estilo del comentario de Tomás de Aquino, es decir la explicitación de un versículo recurriendo a otros pasajes de la Escritura entre los cuales inserta sus propias frases a menudo sumamente breves.

 

Cristo Salvador de la Iglesia

El primer elemento que aparece en su comentario es el carácter central de Cristo Salvador: «Luego él (el Apóstol) da un ejemplo cuando dice: como Cristo es cabeza de la Iglesia. <Está escrito antes>: “Lo ha dado como cabeza a toda la Iglesia, que es su cuerpo”, y esto no considerando su propio beneficio, sino el de la Iglesia. <Está escrito en los> Hechos: “Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos”[14]; <y en> Isaías: “He aquí a Dios mi Salvador” (Isaías 12, 12)»[15]. El pasaje de los Hechos y el pasaje de Isaías citados por el Doctor angélico muestran –como en el análisis exegético– que por ser Cristo el Salvador él es, en la Carta a los Efesios, la cabeza de la Iglesia que es su cuerpo. Tomás pone el acento en la salvación obrada en Cristo y que constituye el centro del pasaje de Efesios 5, 21- 23.

 

Amar, santificar, purificar

La continuación del comentario desarrolla tres momentos de esta relación de Cristo con la Iglesia que, en último término, no constituyen sino uno. Podemos caracterizarlos por los tres verbos “amar”, “santificar”, “purificar”, que Tomás de Aquino se dedica a fundamentar bíblicamente y a encadenar.

En efecto, el comentario prosigue mostrando que esta salvación se realiza en virtud del amor de Cristo que se entrega por ella: «La prueba del amor de Cristo con respecto a la Iglesia se ha manifestado en que él se entregó a sí mismo por ella. Él “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2, 20). <Y también>: “Entregó su alma a la muerte” (Isaías 53, 12)»[16].

Y nuestro autor une explícitamente el amor de Cristo y su muerte en la cruz con la santificación de la Iglesia:

«¿Pero con qué propósito? A fin de santificarla (Hebreos 13, 12). <Está escrito en la Carta a los Hebreos: “Jesús, para santificar al pueblo por su propia sangre, etc.”;<y en el Evangelio de> Juan: “Santifícalos en la verdad” (Juan 17, 17). Tal es el efecto de la muerte de Cristo. Ahora bien, el efecto de la santificación es purificar <a la Iglesia> de las manchas del pecado»[17].

A su vez, el efecto de la santificación es descrito claramente: “purificar a la Iglesia de las manchas del pecado”. La continuación del comentario muestra que, en la concepción del Aquinate, las manchas del pecado con que la Iglesia está marcada provienen del pecado de sus hijos. No obstante, la purificación se realiza de una manera doble: por la purificación de la Iglesia pero igualmente por el bautismo de cada uno de sus miembros.

«También <el Apóstol> lo indica diciendo: purificándola por el baño del agua. Y este bautismo obtiene seguramente su eficacia de la pasión de Cristo. <Está escrito en la carta a los> Romanos: “Cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte. Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en <su> muerte” (Romanos 6, 3-4); <y en> Ezequiel: “Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras manchas os purificaré” (Ezequiel 36, 25); <y también en> Zacarías: “Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David” (Zacarías 13, 1)»[18].

La palabra de vida es inmediatamente asociada al bautismo pero permite establecer el vínculo entre bautismo y enseñanza. Esta enseñanza es designada también como un medio de santificación y permite al comentarista introducir la realidad escatológica de esta santificación: “él la vuelve para sí mismo completamente inmaculada; desde aquí abajo por la gracia, y en el siglo futuro por la gloria”.

«Y este efecto <es producido> en la palabra de vida, que al reposar sobre el agua, le da la virtud de purificar: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28, 19). El fin de la santificación es la pureza de la Iglesia; también <el Apóstol> dice: a fin de presentarse a sí mismo la Iglesia gloriosa, como si quisiera decir: tomar una esposa manchada es algo inconveniente para el esposo inmaculado; y por eso se la presenta inmaculada, desde aquí abajo por la gracia, pero en el cielo por la gloria; de allí la palabra gloriosa, es decir por la claridad del alma y del cuerpo: “él transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Filipenses 3, 21). Por eso agrega: sin mancha. – <Está escrito en> los Salmos: “El que sigue un camino perfecto” (Salmo 100, 6); <y también>: “Dichoso el que con vida intachable camina…” (Salmo 118, 1). – ni arruga, es decir sin ninguna miseria de la naturaleza pasible, porque, según se dice en el Apocalipsis: “no tendrán más hambre ni sed” (Apocalipsis 7, 16). – ni cosa parecida, sino que sea santa, por la confirmación y la perfección de la gracia, e inmaculada, por la ausencia de toda impureza.

Y todo esto puede entenderse del cumplimiento que tendrá lugar en el cielo por la gloria. Que si lo entendemos de la presentación en la fe, entonces habría que decir: a fin de presentarse, a saber en la fe, la Iglesia gloriosa, porque “es una gran gloria seguir al Señor”, como está escrito en el Eclesiástico (23, 28); <la Iglesia> sin mancha, es decir de falta mortal: “Estás manchada por tu iniquidad” (Jeremías 2, 22), ni arruga, es decir sin la duplicidad de intención que no tienen los que están perfectamente unidos a Cristo y a la Iglesia: “Mis arrugas dan testimonio contra mí” (Job 16, 9). Pero <que ella> sea más santa por la intención, e inmaculada por una pureza total»[19].

El movimiento dinámico expresado por la trilogía amar, santificar, purificar, se halla en el centro del comentario de Tomás de Aquino e invita al lector a no aislar jamás uno de los momentos de este movimiento por el riesgo de cosificar esta relación entre Cristo y la Iglesia y de no hacer de ella un impulso de Vida sin cesar en acto.

Cristo, figura

Tomás de Aquino termina su comentario sobre este pasaje de la Carta a los Efesios volviendo sobre la difícil cuestión de lo que se puede decir de Cristo solo y de lo que partiendo de él puede extenderse a otras personas o a otras realidades. De hecho es otra manera de plantear la cuestión de la analogía, pero aquí desde el punto de vista de la cristología.

«<El Apóstol> argumenta luego siguiendo el sentido literal y explicando el ejemplo dado. Hay, en efecto, en la sagrada Escritura del Antiguo Testamento versículos que no se aplican sino a Cristo, como el del Salmo 21: “Me taladran las manos y los pies” (v. 17); o este versículo de Isaías: “He aquí que la Virgen concebirá [y dará a luz un hijo, y se le dará por nombre Emmanuel]” (7, 14). Por el contrario, hay pasajes que pueden aplicarse tanto a Cristo como a otras personas, aunque a Cristo principalmente, pero a los otros en tanto figura de Cristo, como en el caso de este ejemplo. Así pues, es preciso aplicarlo primero a Cristo y luego a los demás. Por eso <el Apóstol> dice: “En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer” (v. 33); dicho de otro modo <este pasaje> se aplica principalmente a Cristo, sin embargo debe cumplirse en los otros, pero no obstante de manera figurativa en cuanto figura de Cristo»[20].

Este comentario es fundamental para la cuestión de la santidad puesto que, en términos rigurosos, solo Dios es santo como lo recuerda frecuentemente el Antiguo Testamento. Tomás de Aquino recuerda que en Jesucristo Dios hace que la humanidad comparta su vida, su salvación. El comentario invita también a no endurecer la explicación utilizando el término de “figura”.

Además de la dinámica en que se funda la trilogía amar, santificar, purificar, del comentario del Aquinate se retendrá el estatus creador de la relación entre Cristo y la Iglesia: a partir de él deben orientarse las otras relaciones humanas en la Salvación en Jesucristo, sin que jamás puedan ser puestas en el mismo plano, comprendida aquí la relación entre esposo y esposa. Las figuras no pueden nunca identificarse con Cristo. Esta diferencia que persiste es además la condición para que la economía de los sacramentos pueda seguir dando todo su fruto.

 

En el concilio Vaticano II

Nuestra investigación prosigue y termina por un análisis del uso que hace el concilio Vaticano II de este pasaje central que es Efesios 5, 21-33 y cómo lo desarrolla. Este pasaje es citado, o se remite a él, dieciséis veces en los textos del concilio Vaticano II y resulta por consiguiente uno de los pasajes bíblicos fundamentales de este último concilio. Los tres registros en los cuales el texto es utilizado por los Padres conciliares iluminan esta cuestión de la santidad de la Iglesia.

 

Santidad y definición de la Iglesia

El uso más desarrollado y que es objeto de las elaboraciones teológicas más acabadas es sin duda el de la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, especialmente en su capítulo I sobre el misterio de la Iglesia.

Al final del número 6 de esta constitución, donde se examinan cierto número de imágenes de la Iglesia, es donde el pasaje de Efesios está más desarrollado:

«La Iglesia, llamada “Jerusalén de arriba” y “madre nuestra” (Gálatas 4,26; cf. Apocalipsis 12, 17), es también descrita como esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Apocalipsis 19, 7; 21, 2. 9; 22, 17), a la que Cristo “amó y se entregó por ella para santificarla” (Efesios 5, 25-26), la unió consigo en pacto indisoluble e incesantemente la “alimenta y cuida” (Efesios 5, 29); a ella, libre de toda mancha, la quiso unida a sí y sumisa por el amor y la fidelidad (cf. Efesios 5, 24), y, en fin, la enriqueció perpetuamente con bienes celestiales, para que comprendiéramos la caridad de Dios y de Cristo hacia nosotros, que supera toda ciencia (cf. Efesios 3,19). Sin embargo, mientras la Iglesia camina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2 Corintios 5, 6), se considera como en destierro, buscando y saboreando las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que aparezca con su esposo en la gloria (cf. Colosenses 3,1-4)»[21].

En primer lugar se establece el vínculo entre “la esposa inmaculada del Cordero inmaculado” del libro del Apocalipsis y Efesios 5, 26. Pero es probablemente la tensión escatológica lo que aquí más impresiona referente a la santificación y la purificación. Los Padres conciliares insisten en lo ya realizado del “pacto indisoluble”, de la purificación y de la unión, y esto para la eternidad. El fin es aquí recordado explícitamente, “para que comprendiéramos la caridad de Dios y de Cristo hacia nosotros, que supera toda ciencia”. Esta vida en el amor verdadero dado por Cristo es realmente el primer motivo de la santificación y de la purificación. El texto toma aquí distancia respecto de toda purificación ritual y de una concepción sacralizante de la santidad que estaría fundada en la separación de la Iglesia respecto de la humanidad. Queda entonces explicado el final del pasaje conciliar que acabamos de citar y que considera a la Iglesia en la tierra como “exiliada” y completamente tendida hacia la gloria del cielo de la cual vive ya pero a la cual aspira.

Esta centralidad del amor de Cristo invita a los Padres conciliares a retomar la dinámica iniciada por Efesios 5, 21-23, que entrelaza este amor de Cristo por su Iglesia con el del esposo por su esposa: «Cristo ama a la Iglesia como a su esposa, convirtiéndose en ejemplo del marido, que ama a su esposa como a su propio cuerpo (cf. Efesios 5, 25-28). A su vez, la Iglesia le está sometida como a su cabeza (ib. 23-24). “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Colosenses 2, 9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Efesios 1, 22-23), para que tienda y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Efesios 3, 19)»[22].

Entonces sin sorpresa y con un rigor indefectible de construcción volvemos a encontrar “la perfección sin mancha ni arruga” en el último capítulo de Lumen gentium, que hace eco al primero pero está aquí asociada a la figura de María: «Mientras la Iglesia ha alcanzado en la santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf. Efesios 5, 27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos. La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo»[23].

Se subraya aquí el contraste entre el estado de la Iglesia que “ha alcanzado en la santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga” y la condición de los fieles que “luchan todavía por crecer en santidad”. Volvemos a encontrar aquí la diferencia ya muy presente en Tomás de Aquino entre una santidad de la Iglesia ya adquirida y una santidad in fieri de los fieles. Se remite entonces al capítulo 5 de la misma constitución Lumen gentium sobre la vocación universal a la santidad en la Iglesia.

 

La vocación universal a la santidad en la Iglesia

Este capítulo de la Constitución es introducido así: «La Iglesia, cuyo misterio está exponiendo el sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado “el único Santo”, amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Efesios 5, 25-26), la unió a sí como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por ello, en la Iglesia, todos, tanto quienes pertenecen a la jerarquía como los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: “Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1 Tesalonicenses 4, 3; cf. Efesios 1, 4)»[24]. Hay aquí una relación de consecuencia muy claramente marcada: ya que la Iglesia es santa, los que pertenecen a ella están llamados a la santidad.

Consecuencias sacramentales y éticas para el matrimonio y la vida eclesial

Como en el caso de la Carta a los Efesios, el concilio Vaticano II insiste en las implicaciones éticas de la relación de Cristo con la Iglesia, y especialmente en la relación entre Cristo y la Iglesia y las relaciones entre los esposos en el matrimonio. Si esta temática está presente en varios documentos conciliares (Optatam totius 10, Lumen gentium 11, Apostolicam actuositatem 11), es en la segunda parte de Gaudium et Spes, sobre la promoción de la dignidad del matrimonio y de la familia, donde el pasaje de la Carta a los Efesios aparece como uno de los fundamentos del sacramento del matrimonio: «Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella (cf. Efesios 5, 25)»[25].

Pero como en el caso de la Carta a los Efesios, el Concilio no restringe las implicaciones éticas de la santificación de la Iglesia por Cristo al sacramento del matrimonio. En la Carta a los Efesios, el autor consideraba igualmente las consecuencias para la relación entre el señor y el esclavo, los padres y los hijos. El concilio Vaticano II recuerda esta relación fundamental de renovación y purificación por parte de Cristo respecto de la Iglesia en el ámbito de la unidad de la Iglesia. Leemos así en el decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo: «Aunque la Iglesia católica posea toda la verdad revelada por Dios, y todos los medios de la gracia, sin embargo, sus miembros no la viven consecuentemente con todo el fervor, hasta el punto que la faz de la Iglesia resplandece menos ante los ojos de nuestros hermanos separados y de todo el mundo, retardándose con ello el crecimiento del reino de Dios. Por tanto, todos los católicos deben tender a la perfección cristiana y esforzarse cada uno según su condición para que la Iglesia, portadora de la humildad y de la pasión de Jesús en su cuerpo, se purifique y se renueve de día en día, hasta que Cristo se la presente a sí mismo gloriosa, sin mancha ni arruga (cf. 5, 27)»[26].

 

Elementos de conclusión

Las diferentes etapas recorridas han mostrado cómo los versículos claves del pasaje que acabamos de estudiar constituían una cumbre de la eclesiología del Nuevo Testamento, y, por eso mismo, un sólido núcleo de la eclesiología: “(Cristo) se entregó a sí mismo por ella (la Iglesia), 26. para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, 27. y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada”.

Estos versículos y sus desarrollos en la tradición magisterial y teológica merecen por tanto que se vuelva a ellos incesantemente, lo cual sin embargo jamás puede descuidar tres correlatos que les están constitutivamente unidos.

Por una parte, las lecturas del conjunto de la Carta a los Efesios nos muestran que el obrar de Cristo se inscribe siempre en el movimiento trinitario. No olvidemos que otras imágenes describen a la Iglesia en la Carta a los Efesios: los creyentes son posesión de Dios (1, 14), forman un solo hombre nuevo (2, 15; 4, 24), un templo santo en el Señor (2, 21), una morada de Dios en el Espíritu (2, 22). Esto será retomado ampliamente por la tradición de la Iglesia.

Por otra parte, como la denominación de los versículos 25, 26 y 27 es de naturaleza escatológica, la eclesiología así diseñada se verifica en el tiempo. Si bien la entrega de Cristo está ya totalmente realizada, no deja de producir fruto y proporciona densidad crística a la historia de la Iglesia y de la humanidad.

Por último, no porque la Iglesia sea glorificada por Cristo, puede auto-gloriarse a los ojos de la humanidad. Los hombres y las mujeres de la Iglesia son llamados sin cesar a recibirse de esta santidad de Dios y a ajustar su propio obrar a este movimiento de santificación. Proclamar que Cristo quería “presentarse (la Iglesia) resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada”, está acompañado por un imperativo ético permanente de ajustar todas las relaciones en la Iglesia y en la sociedad según el Evangelio de la Salvación.

Traducción: Hermanas benedictinas de Sta.Escolástica. Victoria, Bs.Aires.

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* Laurent Villemin es profesor en el Theologicum, del Instituto católico de Paris.

[1] Cf. J.-N. ALETTI, «La raison d’être de l’Église. Réponses de la tradition paulinienne», RSR, 2012/3, 383-402.

[2] Para una bibliografía más completa sobre esta cuestión podrá consultarse J.-N. ALETTI, Essai sur l’ecclésiologie des lettres de Saint Paul, Gabalda, 2009, pp. 129ss.

[3] Nuestro artículo de orientación eclesiológica no podrá dedicarse a estudiar el uso que se ha hecho de este texto de la Carta a los Efesios en la liturgia y la teología del matrimonio.

[4] R. DUPONT-ROC, Saint Paul, Une théologie de l’Église, Cahiers Évangile, nº 147, marzo 2009, p.73.

[5] J.-N. ALETTI, «Les difficultés ecclésiologiques de la Lettre aux Éphésiens. De quelques suggestions», Biblica, vol. 85 (2004), 457-474, aquí p. 457.

[6] J.-N. ALETTI, Saint Paul, Épître aux Éphésiens, Gabalda, p. 270.

[7] R. DUPONT-ROC, Saint Paul, Une théologie de l’Église, Cahiers Évangile, nº 147, marzo 2009, p.4.

[8] J.-N. ALETTI, «Les difficultés ecclésiologiques de la Lettre aux Éphésiens. De quelques suggestions», Biblica, vol. 85 (2004), 457-474, aquí p. 460.

[9] R. DUPONT-ROC, Saint Paul, Une théologie de l’Église, Cahiers Évangile, nº 147, marzo 2009, p.75.

[10] Es preciso notar que aun si el texto lo deja sobreentender, los términos de esposo para Cristo y de esposa para la Iglesia nunca son empleados. En cambio, esto sucederá en el Libro del Apocalipsis, en el cual volvemos a encontrar la personificación de la Iglesia, pero donde ella es explícitamente designada como la esposa del Cordero, el cual es llamado esposo (Apocalipsis 19, 7-8 y Apocalipsis 21, 2. 9).

[11] R. DUPONT-ROC, Saint Paul, Une théologie de l’Église, Cahiers Évangile, nº 147,marzo 2009,  p. 75.

[12] J.-N. ALETTI, Biblica, 458.

[13] Y. CONGAR, L’Église une sainte, catholique et apostolique, Mysterium Salutis 15, Paris, Cerf, 1970, p. 129.

[14] Hechos 4, 12.

[15] Tomás de Aquino, Commentaire de l’Épître aux Éphésiens, Paris, Cerf, 2012, nº 318, p. 286.

[16] Tomás de Aquino, Commentaire de l’Épître aux Éphésiens, Paris, Cerf, 2012, nº 323, p. 287.

[17] Tomás de Aquino, Commentaire de l’Épître aux Éphésiens, Paris, Cerf, 2012, nº 323, p. 287.

[18] Tomás de Aquino, Commentaire de l’Épître aux Éphésiens, Paris, Cerf, 2012, nº 323, p. 287.

[19] Tomás de Aquino, Commentaire de l’Épître aux Éphésiens, Paris, Cerf, 2012, nº 323, p. 288.

[20] Tomás de Aquino, Commentaire de l’Épître aux Éphésiens, Paris, Cerf, 2012, nº 355, p. 294-295.

[21] Lumen gentium, 6.

[22] Lumen gentium, 7.

[23] Lumen gentium, 65.

[24] Lumen gentium, 39.

[25] Gaudium et Spes, 48, 2.

[26] Unitatis redintegratio, 4.

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