Por Elio Guerriero [1]
Von Balthasar lo afirmó reiteradamente. Por último con la solemnidad de la aserción testamentaria, en “Nuestro deber”[1] : el gran viraje de su pensamiento nació de la intensa colaboración con Adriana von Speyr. Con sus gracias místicas, en particular con el descenso a los infiernos en los días del triduo pascual, siguiendo el descenso a los infiernos de Jesús, la doctora abrió al teólogo un horizonte nuevo, el de la “kenosis”. Allí donde la teología clásica siguiendo la huella del pensamiento griego, tendía a mirar a lo alto, hacia los cielos, Adriana y von Balthasar comenzaron a reflexionar sobre un universo invertido, donde el movimiento más importante no era el del ascenso, sino el del descenso. Esta intuición está en el origen de la Teología de los tres días[2] , es el hilo conductor que subyace en la formación de la trilogía de Gloria, Teodramática y Teológica, se lo vuelve a encontrar también en los fragmentos de eclesiología dispersos en la obra del teólogo suizo y en las alusiones breves, pero sin duda originales atinentes a la catolicidad de la Iglesia.
Hay otro a priori del pensamiento y de la obra balthasariana, al que es necesario referirse. El acontecimiento central de la historia de Dios con el hombre coincide, para von Balthasar, con la encarnación, más precisamente, según la expresión joánica, con la “hora” para la cual El ha venido. Nace de aquí la dramática, la historia de la lucha gloriosa de Dios por el hombre. En sustento de la dramática, sin embargo, será necesario tener el coraje de dirigir la mirada a Dios-Trinidad, y encontrar allí el origen de la “kenosis”. Igualmente, también para la catolicidad de la Iglesia, es necesario, sí, mirar bajo la Cruz, donde nace la Iglesia y nace su catolicidad, pero también se sigue la pedagogía de Dios, sus preparativos de la alianza con Israel. La Iglesia, pues, nace por un lado del costado abierto de Cristo del cual fluyeron sangre y agua, pero al mismo tiempo ella lleva a la plenitud la antigua alianza de Dios con su pueblo.
Dios es católico.
Siguiendo el modo de proceder balthasariano, echemos ahora una mirada sobre la manifestación de la catolicidad de Dios en la visión del cosmos y de la alianza, que, según el teólogo suizo, se delinea en los escritos del antiguo pacto. Von Balthasar habla de ello más extensamente en los volúmenes segundo y tercero de la Teológica, donde la catolicidad es uno de los rostros con los cuales se presenta la revelación de la Gloria de Dios. La peculiaridad del hombre respecto del cosmos y de los animales que lo rodean es que él puede salir de sí mismo y puede percibir la relación del todo, el nexo que mantiene unidos los espacios cósmicos y los acontecimientos de la historia. Aún frente a una observación superficial, emerge la dialéctica tanto de la catolicidad que se manifiesta en el cosmos como de la que se manifiesta en la alianza. La catolicidad de Dios se manifiesta ante todo “en el abismo y en el océano de toda la realidad”[3]. Mirando a su alrededor, el hombre se descubre como una gota en un balde o como un granito de arena en la playa. Al mismo tiempo advierte que junto a todas las gotas del balde y a todos los granitos de arena, forma parte de un conjunto dominado por el Señor, que truena con fuerza, hace bailar al Líbano como un ternero, parir a las ciervas y desnudar los bosques (Salmo 29).
Intuido por el salmista en forma primitiva, el señorío de Dios sobre el cosmos se manifiesta con evidencia sintética en el relato de la creación: desde las tinieblas a la luz, desde el sol a las estrellas, desde los abismos del mar habitados por los peces, hasta los ángulos más remotos de la tierra, se extiende el Señorío del Creador. Se podría decir pues que Dios es naturalmente católico. No sólo Señor del cosmos, Dios se manifiesta asimismo como patrón de la historia: “Recuerdo las gestas del Señor, recuerdo tus maravillas de un tiempo. Voy repitiendo tus obras, considero todas tus gestas” (Salmo 77,12). Los dos grupos de imágenes terminan por confluir. El dominio de Dios sobre la naturaleza se revela en realidad como la lucha histórica de Dios contra los impíos, “en el curso de la cual El libera a su pueblo y al rey ungido por ese pueblo, al justo que era arrastrado hacia un escondite en el cual debía ser devorado”[4]. Surge de aquí otra característica de la universalidad de Dios. Dios se opone a dejar espacio al cosmos y a la historia. Inicialmente establece con Noé una alianza que tiene valor universal: “Pongo mi arco sobre las nubes, para que sea el signo de la alianza entre la tierra y yo”. Luego, sin embargo, la extensión del pacto se reduce progresivamente. Dios promete de Abraham una gran nación, y a Moisés un pueblo al cual le es prometida una tierra y se le da una ley.
El pueblo de la alianza, no obstante, tarda poco en manifestarse como de dura cerviz, y Moisés debe invocar su amistad para impedir que la ira de Dios devore a su pueblo. La infidelidad de los jueces y de los reyes lleva a una progresiva reducción del pueblo elegido, y tras el exilio, los profetas empiezan a hablar del resto de Israel, mientras algunos cantos contenidos en el libro de Isaías, se refieren a un misterioso siervo que tiene que cumplir una misión respecto de Israel. Sólo de él depende la salvación. Retraída, escondida y en apariencia vencida, la catolicidad no disminuye. La elección de Israel es propicia a la salvación de los pueblos, los sufrimientos del Siervo expían el pecado de muchos, una expresión que, según los biblistas, equivale a todos. El se entrega a la muerte y aparece incluido entre los impíos. Justamente de ese modo, sin embargo, recibe de Dios a aquellos cuyos pecados asumió, y a quienes transformó en justos. Aún cuando la alianza de Dios se restringe en su aspecto visible, la finalidad de la alianza permanece universal, vale decir católica. La última palabra de Dios en el antiguo pacto carece de imagen. “Delinear definitivamente su imagen, es algo que supera las fuerzas del antiguo pacto. La última realidad que se ve es a Dios caminando con la humanidad redimida” [5].
La catolicidad de Jesucristo.
“El Verbo se hizo carne”. La perentoria afirmación de San Juan contiene ya la afirmación sobre la catolicidad de Jesús. Porque si Dios se hizo carne es imposible acercarse a Dios negando el límite y la materia, sino que se ha de seguir su mismo recorrido en la carne. Y el camino del Hijo de Dios lleva a la muerte y a la muerte de cruz. “El drama entre Dios y el hombre alcanza aquí su punto crítico, porque la perversa libertad finita, echa la culpa sobre Dios, como único imputado y chivo expiatorio, y Dios acepta el golpe”[6]. El hombre, pues, carga a Jesús cada pecado, y él deviene católico en la culpa, así como lo es en la gracia. Esta atribución, sin embargo, no llevaría a ningún resultado si Aquel que aparece imputado, no tuviera voluntad y capacidad. Ante esta argumentación elaborada por San Atanasio para sostener la divinidad de Jesús, von Balthasar mira más allá, en dirección trinitaria. En la “kenosis” y en la cruz del Hijo, toda la Trinidad está comprometida. El Padre como quien envía al Hijo y lo abandona en la Cruz, el Espíritu como quien une a ambos aunque sea en la forma de la separación. La catolicidad de la culpa y de la expiación llega aún más lejos. Después de su muerte Jesús baja a los infiernos para testimoniar su solidaridad aún con los difuntos, para extender la catolicidad del beneplácito divino aún a quienes eran prisioneros del reino de la muerte. De esta “kenosis”, sin embargo, Jesús se remonta para el abrazo silencioso del Padre que está en el origen de la vida nueva, del retorno del Hijo al cielo, donde se sienta a la derecha del Padre. Ahora el Resucitado se aparece a la Magdalena, a los apóstoles y a los discípulos, de modo que “vemos al Hijo y en él descubrimos al Padre. Ahora en la fe, un día en la contemplación”[7]. Jesús, pues es católico en sentido vertical, en cuanto tiene abierta la comunión entre la vida trinitaria y el mundo, y por el cual Dios se interesa en el mundo y éste puede esperar a tener acceso a El. El, además, funda la catolicidad horizontal, esa en virtud de la cual los hombres están abiertos unos hacia otros, pueden amarse y vivir solidariamente ante Dios.
Las dos manos del Padre.
Con esta expresión San Ireneo indica el Logos y la Sabiduría, el Hijo y el Espíritu Santo, con los cuales el Padre realiza toda la obra del mundo: desde la creación a la redención, y al cumplimiento final en Dios. La palabra de Dios y el Espíritu de Dios, están así tan próximos como para resultar casi intercambiables. En la obra de la redención, sin embargo, el Espíritu Santo precede al Hijo. Y el Espíritu que cubre a la Virgen con su sombra, que desciende sobre Jesús y lo unge como Mesías, que le anuncia la pasión que le espera, es el Espíritu que, hasta el fin, mantiene la unidad entre el Padre y el Hijo. El Hijo, finalmente, coloca nuevamente su Espíritu en las manos del Padre.
Del acompañamiento al Hijo sobre la tierra, el Espíritu ha recibido algo así como una experiencia terrenal a causa de la cual se produce como una inversión de las competencias en la Trinidad. Una vez el Espíritu había traído al Hijo al mundo, ahora es el Hijo quien manda al mundo al Espíritu Santo. En la efusión sobre los creyentes el Espíritu testimonia la unidad de amor entre el Padre y el Hijo, y al mismo tiempo la diferencia entre sus personas, por lo que en ellos son conciliables propiedades que nos parecen antitéticas. Aquí tiene su origen la catolicidad de la Iglesia. que consigue mantener juntas escrituras y tradición, espíritu e institución, libertad y obediencia. “Una Iglesia puede ser católica sólo porque Dios es católico en primer lugar, y porque en Jesucristo, y por último en el Espíritu Santo esta catolicidad de Dios se ha abierto al mundo revelándose y donándose al mismo tiempo”[8].
La catolicidad de la Iglesia.
En el ensayo “Carácter absoluto del Cristianismo y catolicidad de la Iglesia” contenido en el último volumen de los escritos teológicos[9], von Balthasar enfrenta el problema, por demás delicado, de la relación entre hebreos y cristianos. El punto de partida del teólogo es la afirmación joánica según la cual la salvación viene de los judíos. Esta categórica afirmación aparece precisada por la aserción paulina según la cual sólo una parte de Israel, conforme a una elección debida a la gracia, ha sido salvada (Epístola a los Romanos). Ahora bien, esta parte, llamada por Jesús y que creyó en él, es, para Pablo, el Israel de Dios (Gal 6,16). La Iglesia, pues, insertada en la santa raíz de Israel cumple la antigua promesa universal, católica, hecha a Abraham, según la cual todos los pueblos de la tierra participarán de su bendición. Esta universalidad se ha hecho manifiesta en Cristo, nacido de la simiente de Abraham, e identifica a todos aquellos que creen en Cristo, hebreos y paganos, esclavos y hombres libres, varones y mujeres. La afirmación de Pablo, sin embargo, no implica excluir al Israel según la carne de la salvación. Al contrario, el alejamiento temporal de Israel es funcional a la salvación de los gentiles y así reingresa en el plano de salvación concebido por Dios. Por lo demás, Cristo no tuvo éxito en su predicación a los hijos de Israel, como tampoco lo tuvieron los apóstoles que también debían dirigirse primero a sus connacionales. Hay, pues, una división presente desde el origen en la historia de la Iglesia, una división que sólo podrá ser superada escatológicamente. Von Balthasar considera que de esta afirmación se pueden deducir dos consecuencias. En la Iglesia hay una catolicidad anticipante dada por Cristo, y descripta por Pablo con tono entusiasta:”Un solo cuerpo y un solo Espíritu como una sola es la esperanza a la que estáis llamados, la de vuestra vocación, un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo- Un solo Dios, Padre de todos, que está por encima de todos, actúa por medio de todos, y está presente en todos” (Ef. 4,4s). Asimismo hay una catolicidad que se debe realizar en el tiempo y en el espacio, y por lo tanto en devenir. Ella está determinada también por la historia del pecado, que subsiste pese a la venida de Cristo, el perdón acordado y el acceso al Padre garantizado por el Espíritu. Una vez más, pues, la plenitud de la catolicidad es un don escatológico. Ella será alcanzada cuando “al llamado a la plenitud, procedente de la Cabeza y del Esposo, se siga como respuesta la plenitud del Cuerpo y de la Esposa”[10].
La catolicidad dada desde la Cruz.
El lugar de la fundación de la catolicidad es la cruz, sobre la cual Jesús quitó el pecado del mundo. Los discípulos nunca pudieron pensar que la Cruz fuera únicamente para ellos. Esta forma de egoísmo era insostenible en la antigua alianza, y mas aún en la nueva, donde la predicación de Jesús, aunque primariamente dirigida a esos muchos que, según los biblistas, equivale a decir todos los pueblos y todos los hombres. Como testigos calificados, están junto a la cruz, según el cuarto Evangelio, la Virgen María y el Apóstol Juan. María es la sierva del Señor, la hija de Sión, que recogió la promesa hecha a Abraham y la extiende a la humanidad, anticipando en su cántico las bienaventuranzas que su hijo proclamaría luego sobre el monte. Juan es el discípulo a quien Jesús deja a su madre, llamada a ser también madre de los creyentes y de cuantos confíen en la promesa hecha a Abraham. Al lado de Jesús, el hijo del trueno es llamado a estar junto a María, y a la Iglesia, y junto a Pedro, a quien le toca en la Iglesia edificar la estructura jerárquica. Esta tiene función de gobierno y de guía, le ha sido prometida la asistencia del Espíritu Santo, por lo cual es portadora de una indefectibilidad que la tiene unida a su Maestro, no obstante la debilidad subjetiva, como lo revela la fragilidad del propio Pedro. También él, a quien se confían las llaves del reino, como el resto de los miembros del colegio apostólico, ha sido llamado al amor. La triple interrogación de Jesús, dirigida al apóstol sobre quien había decidido edificar la Iglesia, es una prueba evidente: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que estos?”, a lo cual sigue la invitación a extender los brazos y a dejarse ceñir para tomar el camino de seguirlo hasta la cruz.
Misión y estructura.
La misión de los mensajeros de la fe consiste en irradiar a todo el mundo la luz de la reconciliación de Dios en Cristo[11] ocurrida bajo la Cruz. Un acontecimiento histórico llamado a crecer en el tiempo y en el espacio. De aquí el elemento dinámico del testimonio, pero también el elemento estructural del ministerio para confirmar la actualidad de la presencia de Cristo. A través del anuncio integral de la Palabra y la repetición de la cena, Jesús está nuevamente presente, y sus discípulos, como los de Emaús, como los del lago de Tiberíades, encuentran el modo de reconocerlo, y de recibir fuerza para anunciarlo y dar testimonio de El. Aquí se encuentran la dimensión vertical y la horizontal de la catolicidad, en ella los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo se entrecruzan y adquieren fuerza recíproca. El cristiano, sin embargo, conoce la presencia del pecado aún en la comunidad cristiana, así como sabe que Dios ha creado al hombre, como persona individual, dotada de voluntad propia.
También esta multiplicidad de voluntades y de funciones, ha recaído sobre la Cruz de Cristo. Aquí se abre el espacio para los otros sacramentos, y también para una pluralidad católica, a cuyo servicio están los sacramentos y los carismas de la Iglesia. El ministro ordenado está llamado a una actitud de vigilante atención: debe mostrarse sensible al Espíritu que da los carismas, y dejar que se despliegue su riqueza fecunda. Al mismo tiempo no puede consentir que prevalezcan los más fuertes y los más organizados, sin tomar intervención a favor de los pobres y de los débiles. Por su parte, los fieles no pueden sustraerse a la ley de la obediencia. “Es indudable que, en cuanto hijo de Dios, todo fiel tiene acceso directo a Dios y a su misericordia. Pero así como el Padre no admite que pase sobre la cabeza de Cristo y de la Iglesia, tampoco el fiel puede nutrirse de la exuberante riqueza del amor de Dios, pasando por encima de Cristo y la Iglesia, que son la figura concreta de la misericordia divina”[12] .
Conclusión
Don (Gabe) de Dios a la Iglesia y al cristiano, la catolicidad es, al mismo tiempo, un encargo (Aufgabe). Como las otras notas distintivas (una, santa, apostólica) ella define la naturaleza de la Iglesia y la acompaña en todo su viaje a través del tiempo y del espacio. Estas características, por lo demás, están en relación recíproca, y contribuyen todas juntas a formar el rostro misericordioso de la Iglesia, a imagen de la misericordia del Padre dada a la Iglesia por Cristo en el Espíritu. La catolicidad, pues, se acompaña a la unidad como un movimiento que surge del costado desgarrado de Cristo, y cada vez vuelve a él. Sobre este movimiento generado por el amor universal de Dios, vigila en particular el ministerio petrino, como servicio a la unidad, llamada a permanecer tal, pese al dinamismo del anuncio a todas las naciones y a todos los hombres, según la apremiante invitación con la cual concluye el Evangelio de Mateo. También la santidad y la catolicidad es dada a la Iglesia por la liberalidad de Dios, en particular por la acción salvífica del Hijo muerto en la cruz para quitar los pecados del mundo, para abatir el muro de la división, restaurar la alianza y dar a cada hombre nuevamente acceso al mundo y al corazón de Dios. Sin el don de Dios tampoco el mejor de los hombres podría en modo alguno aspirar a la gracia.
Por su parte, la santidad recibida como don, impulsa en dirección al anuncio y a la transmisión de la fe y de la gracia de Dios a todos los hombres, mientras la santidad subjetiva es el testimonio más convincente del don de amor de Dios en Cristo. Por último, la apostolicidad es la contraseña impresa por Jesús en sus apóstoles, y en sus enviados. Esta característica indica ante todo fidelidad a la ley de la encarnación, cercanía a Jesús desde el bautismo hasta el día en que se alejó de entre nosotros para ascender al cielo, testimonio de la resurrección (Hechos 1,22). Por esto la apostolicidad es una nota que caracteriza a la Iglesia antes de toda subdivisión territorial, así como la catolicidad es una orientación de la Iglesia previa a su difusión en el espacio y en el tiempo. En conclusión, no se puede ignorar que muchas veces las notas de la Iglesia se presentan veladas, cubiertas por el descuido y el testimonio insuficiente de sus hijos. El fuego, no obstante, sigue ardiendo bajo las cenizas y el viento del Espíritu Santo, siempre imprevisible, de un momento a otro puede soplar y producir el dinamismo católico orientado por un potente anuncio de salvación y de testimonio. Por esto los católicos y los cristianos en general, son llamados a rezar y a implorar que, como testimonia el último libro de la Escritura, pese a “la incomprensible simultaneidad de persecuciones, desvíos y destrucción sobre la tierra, se eleven al cielo gritos de alegría en torno al Cordero que ‹como inmolado›, está de pie junto al trono”[13].
Traducción: Dr.Jorge Mazzinghi
2 Unser Auftrag, Johannes, Einsiedeln, 1984.
[1] Elio Guerriero es curador de la edición italiana de Jaca Book, de las obras de von Balthasar, y ha escrito sobre él diversos volúmenes y numerosos artículos. Recordamos aquí Il dramma di Dio.Letteratura e Teologia in Hans U.von Balthasar, Jaca Book, Milán, 1995; Hans Urs von Balthasar, Morcelliana, Brescia, 2006, etc. Ha sido curador también de la edición italiana de las obras de Henri de Lubac, y de numerosos escritos de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. Ha sido director de la edición italiana de Communio.
[2] Teología de los tres días, Mysterium Salutis III/2, Cristiandad, Madrid. 1971.
[3] Gloria VI, Ant.Alianza, J.Book, Milán, p.33
[4] Id. 75.
[5] Id.p.252
[6] Teodrammatica IV, p.232
[7] Verbum Caro, Brescia, 1985, p.194
[8] Cattolico, Milán, 1978, p.34
[9] Homo creatus est, J.Book, Milán 2010.
[10] Id.p.341.
[11] Id. P.341
[12] Cattolico, p.58.
[13] Id. p.145.